A más de dos meses de la febril semana de junio que puso a Medio Oriente al borde de una guerra total, la retórica incendiaria ha disminuido, pero la arquitectura de seguridad de la región se ha alterado irreversiblemente. Los bombardeos entre Irán e Israel no fueron un mero episodio aislado en su larga historia de hostilidades; representaron la transición de una guerra en la sombra a un enfrentamiento directo, cuyas consecuencias aún se despliegan en un complejo tablero geopolítico.
La escalada comenzó a mediados de junio, cuando Israel intensificó sus operaciones contra lo que describió como instalaciones del programa nuclear iraní, incluyendo un ataque a un reactor inactivo en Arak. La acción fue justificada por el gobierno de Benjamin Netanyahu como una medida preventiva indispensable para neutralizar una amenaza existencial.
La respuesta de Teherán no se hizo esperar. El 19 de junio, un misil balístico iraní impactó en el Centro Médico Soroka, en Beer Sheva, el principal hospital del sur de Israel. El ataque, que dejó más de 30 heridos y severos daños estructurales, fue calificado por Israel como un “crimen de guerra” y un ataque deliberado contra civiles. El ministro de Salud israelí, Uriel Buso, lo describió como “un acto de terrorismo”. Por su parte, la agencia de noticias iraní IRNA y canales afiliados a la Guardia Revolucionaria sostuvieron que el objetivo era un centro de mando de inteligencia militar adyacente al hospital, y que el ataque era una represalia por las acciones israelíes en Gaza.
Este intercambio de fuego directo marcó un punto de no retorno, llevando la confrontación a un nivel de visibilidad y riesgo no visto en décadas.
La crisis se desarrolló en múltiples frentes narrativos, cada uno con su propia lógica y justificación:
Analistas y medios no tardaron en trazar paralelismos con la Guerra de los Seis Días de 1967. Al igual que entonces, Israel se enfrentó a múltiples amenazas simultáneas, sintiéndose rodeado y optando por una acción preventiva contundente. La situación actual, con un conflicto activo en Gaza y la confrontación con Irán, evoca esa sensación de cerco estratégico. La historia parece repetirse en la desconfianza hacia los organismos internacionales, percibidos como ineficaces, y en la dependencia de un aliado estadounidense cuya fiabilidad es, a veces, cuestionada por sus propias divisiones internas.
Aunque los ataques directos entre Irán e Israel cesaron, el conflicto no ha terminado; ha mutado. A principios de julio, Israel lanzó la “Operación Bandera Negra”, atacando objetivos hutíes en Yemen, un claro mensaje de que ahora está dispuesto a golpear directamente a los proxies de Irán en toda la región. “Cualquiera que levante la mano contra Israel se le cortará la mano”, sentenció el ministro de Defensa israelí, Israel Katz.
El tema de fondo, el programa nuclear iraní, sigue sin resolverse. La paz actual es una disuasión frágil, no una solución negociada. La escalada de junio ha dejado una lección clara: la guerra en la sombra puede salir a la luz en cualquier momento, y cuando lo hace, las viejas reglas ya no aplican.