La fallida compra de la casa del expresidente Salvador Allende en la calle Guardia Vieja es mucho más que un error administrativo o una controversia política pasajera. Es una señal potente que ilumina las tensiones subyacentes en la relación de Chile con su pasado y proyecta una serie de futuros posibles sobre cómo la sociedad gestionará su herencia simbólica. El episodio, que escaló desde una iniciativa presidencial hasta una batalla legal con consecuencias constitucionales para altos cargos, ha madurado para convertirse en un caso de estudio sobre la mercantilización de la memoria, la soberanía de los símbolos y la fragilidad de los consensos en una nación polarizada.
Lo que comenzó como un acto de reparación histórica —transformar la residencia en un museo— se ha convertido en un catalizador que obliga a preguntar: ¿Quién es el dueño del pasado? ¿Puede el Estado ser un custodio neutral de legados que dividen? Y, fundamentalmente, ¿qué modelo de gestión patrimonial prevalecerá en las próximas décadas? Las respuestas a estas preguntas definirán no solo el paisaje de nuestros museos y monumentos, sino también la cohesión de nuestra narrativa nacional.
Una de las trayectorias más probables, a la luz de las acciones judiciales emprendidas por actores como la Fundación Fuerza Ciudadana, es la judicialización sistemática del patrimonio político. La demanda para anular la compra de la casa de Guardia Vieja, y su posterior ampliación para investigar transacciones de la Fundación Salvador Allende que datan de 2004, establece un precedente. En este futuro, cualquier intento del Estado por adquirir, financiar o proteger un sitio vinculado a una figura política controversial —de cualquier signo— será susceptible de ser bloqueado en tribunales bajo argumentos de probidad, legalidad o mal uso de fondos públicos.
El efecto inmediato sería una parálisis por aversión al riesgo. Los futuros gobiernos, temerosos de desatar escándalos y largas batallas legales, podrían optar por la inacción. El patrimonio, en lugar de ser protegido, quedaría en un limbo, deteriorándose o en manos privadas por defecto. Este escenario no resuelve el conflicto de fondo; simplemente lo traslada de la arena política a la judicial, donde los criterios técnicos y legales podrían sofocar cualquier deliberación pública sobre el valor cultural o histórico de un lugar. El mayor riesgo es que la memoria se vuelva inaccesible, congelada por un entramado de disputas que impiden tanto su conservación como su debate.
Si el Estado se retrae, el capital privado podría llenar el vacío. Este segundo escenario proyecta la consolidación de un mercado de la memoria, donde fundaciones privadas, corporaciones o incluso coleccionistas adinerados se convierten en los principales gestores del patrimonio histórico. Ya existen ejemplos, pero la tendencia podría acelerarse, transformando sitios de memoria en activos con narrativas curadas por sus dueños.
Las oportunidades de este modelo radican en la agilidad y el financiamiento que el sector privado puede aportar. Sin embargo, los riesgos son significativos. La historia podría ser sometida a lógicas de rentabilidad y marketing, simplificando relatos complejos para atraer audiencias o alineándolos con los intereses ideológicos o comerciales de sus benefactores. ¿Se convertiría la casa de un presidente en una atracción temática? ¿Qué historias serían marginadas por no ser comercialmente viables? Este futuro plantea una disyuntiva crítica sobre la soberanía simbólica: si el pasado se privatiza, ¿a quién pertenece el derecho a contarlo y qué versiones de la historia se volverán hegemónicas?
Una tercera posibilidad, más optimista pero también más exigente, es que la crisis actual fuerce la creación de un marco institucional robusto y transparente para la gestión del patrimonio político. Este escenario implicaría un acuerdo transversal para establecer una entidad autónoma —similar a un Consejo Nacional de Patrimonio Político— con criterios claros y públicos para la adquisición, financiamiento y administración de sitios de memoria.
Este organismo podría estar compuesto por historiadores, académicos, representantes de la sociedad civil y técnicos, operando con independencia del gobierno de turno. Su mandato sería evaluar las propuestas basándose en el mérito histórico y la relevancia social, no en la conveniencia política. Este modelo no eliminaría el debate, pero lo encauzaría, proveyendo un mecanismo legítimo para resolver disputas y asegurar que la protección del patrimonio sea una política de Estado y no una bandera de lucha partidista. El punto de inflexión crítico para que este futuro se materialice es la voluntad política. ¿Estarán los actores dispuestos a ceder el control sobre un arma simbólica tan potente a cambio de estabilidad y legitimidad a largo plazo?
La disputa por la casa de Allende es, en última instancia, una disputa por la autoridad para narrar. Los actores políticos de izquierda ven en la preservación estatal un acto de justicia y un deber de reivindicación. Sectores de derecha, por su parte, desconfían del uso de recursos públicos para enaltecer figuras que consideran divisorias y abogan por la neutralidad o la acción privada. Mientras tanto, desde la academia y la sociedad civil emergen voces que reclaman un enfoque más descentralizado, enfocado en las memorias locales y las historias de ciudadanos comunes, más allá de las grandes figuras.
El desenlace de este caso no solo afectará a los inmuebles en cuestión. Proyectará una sombra larga sobre cómo las futuras generaciones de chilenos se relacionarán con su historia. Si la memoria queda atrapada en los tribunales o se convierte en una mercancía, se corre el riesgo de profundizar la fragmentación narrativa. Si, por el contrario, esta crisis impulsa un debate maduro sobre la necesidad de un pacto común, podría ser la oportunidad para construir un piso compartido desde donde mirar el pasado, con todas sus complejidades, para poder imaginar futuros más inclusivos. La pregunta que queda abierta no es si la casa tendrá un dueño, sino si la memoria tendrá un hogar común.