A más de dos meses de su realización, las cifras del Día de los Patrimonios 2025 siguen resonando con la fuerza de un éxito rotundo. Con un récord histórico de 3.5 millones de visitas y más de 3,600 actividades a lo largo del país, el fin de semana del 24 y 25 de mayo se consolidó como una expresión masiva de interés ciudadano por la cultura y la historia. Sin embargo, una vez decantado el fervor inicial, el análisis reposado revela un retrato más complejo de Chile: una nación capaz de unirse en una celebración monumental, pero cuya fiesta no pudo aislarse de las fracturas y violencias que marcan su presente.
El balance oficial, entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, es elocuente. La participación ciudadana superó todas las expectativas, con un aumento del 134% en las visitas desde 2022. La celebración se extendió por el 90% de las comunas del país, demostrando un carácter genuinamente descentralizado. Innovaciones como el “Pasaporte Patrimonial”, del que se distribuyeron 200,000 ejemplares, fomentaron una participación lúdica y familiar, invitando a los ciudadanos a convertirse en coleccionistas de experiencias culturales.
Desde la apertura de palacios presidenciales hasta las rutas guiadas por barrios históricos, la oferta fue vasta. Pero el concepto de patrimonio desbordó lo monumental. En localidades como Pomaire, la celebración se vivió en torno a la greda, el barro que cobra vida en forma de ollas, platos y los tradicionales “chanchitos de tres patas”. Allí, el patrimonio no es una reliquia estática, sino un oficio vivo, una tradición gastronómica y una economía local que se remonta a saberes ancestrales, uniendo el legado diaguita con el presente.
La ministra Carolina Arredondo calificó el evento como “un masivo acto de encuentro ciudadano que nos permite reconocernos en nuestra diversidad”. Y en gran medida lo fue. Millones de personas salieron a las calles en un ambiente festivo, reapropiándose del espacio público para celebrar una identidad compartida.
No obstante, mientras las puertas del patrimonio se abrían, la cruda realidad de la inseguridad golpeaba con fuerza. El fin de semana quedó marcado por dos hechos que ensombrecieron la celebración, funcionando como un doloroso recordatorio de las urgencias del presente.
El sábado 24 de mayo, la noticia del robo a la casa del fallecido Zalo Reyes en Conchalí conmocionó al país. Más allá de las pérdidas materiales, avaluadas en 50 millones de pesos, el acto fue percibido como una profanación de la memoria de uno de los íconos más queridos de la música popular chilena. El patrimonio sentimental de miles de personas, encarnado en la figura del “Gorrión de Conchalí”, se veía vulnerado.
Al día siguiente, la tragedia alcanzó su punto más álgido. En una estación de servicio en Providencia, un conductor en estado de ebriedad atropelló fatalmente a dos trabajadores: una vendedora del minimarket y un bombero del servicentro. La violencia irrumpió de forma brutal y sin sentido en medio de la jornada de cierre, tiñendo de luto la fiesta ciudadana.
Estos eventos generaron una profunda disonancia cognitiva. ¿Cómo puede un país celebrar con tanto fervor su herencia histórica y cultural mientras lucha por garantizar la seguridad básica de sus ciudadanos? Los hechos expusieron la convivencia de dos Chiles: el que se enorgullece de su pasado y es capaz de organizarse para celebrarlo, y el que vive con el temor constante a la delincuencia y la violencia.
El contraste obliga a una reflexión crítica sobre el concepto mismo de patrimonio. Mientras el discurso oficial celebraba la “cohesión social” y el “alma del país”, las familias de las víctimas y la de Zalo Reyes vivían la desprotección en carne propia. Esto plantea una pregunta incómoda: ¿De qué sirve cuidar los edificios si no podemos cuidar a las personas que los habitan? La vulnerabilidad de la vida y de la memoria personal se reveló como la grieta más profunda en el edificio patrimonial del país.
La discusión sobre qué es y qué debe ser el patrimonio en Chile no se limita a la dicotomía entre celebración y seguridad. Simultáneamente a la fiesta cultural, el país avanzaba en debates estratégicos sobre su futuro. La Estrategia Nacional de Minerales Críticos, por ejemplo, busca definir cómo Chile gestionará riquezas como el litio y el cobre, recursos que constituyen el patrimonio natural y económico que se legará a las futuras generaciones.
Este debate, que involucra a más de 80 instituciones y busca incorporar visiones regionales y multisectoriales, demuestra que la noción de patrimonio es dinámica. No se trata solo de conservar lo heredado, sino de tomar decisiones responsables sobre lo que se está construyendo hoy. La forma en que el país gestione sus recursos naturales, su modelo de desarrollo y su cohesión social definirá el patrimonio del mañana tanto o más que sus monumentos históricos.
En definitiva, el Día de los Patrimonios 2025 fue mucho más que una exitosa estadística. Fue un espejo de alta definición que reflejó las luces y sombras de Chile. Mostró un anhelo masivo de encuentro y pertenencia, pero también la fragilidad de esa aspiración frente a una realidad a menudo hostil. La narrativa de la celebración está resuelta en sus cifras, pero las preguntas que dejó abiertas siguen en pleno debate, recordándonos que el patrimonio más valioso es, quizás, la capacidad de construir un futuro donde la celebración de la vida no sea una excepción de fin de semana.