Los eventos de mediados de 2025, que revelaron la participación de suboficiales del Ejército y funcionarios de la Fuerza Aérea en redes de narcotráfico, no son meramente una crónica policial. Son una señal sísmica que sacude los cimientos de la confianza institucional y obliga a Chile a confrontar una pregunta incómoda: ¿qué tan permeable es el Estado frente al poder corruptor del crimen organizado? La detención de militares en Pozo Almonte transportando cocaína y el hallazgo de ketamina en una base aérea de Iquique representan más que delitos graves; son la manifestación de una grieta en el uniforme, el símbolo de la última frontera de defensa del Estado que comienza a mostrar fisuras.
La reacción gubernamental ha sido rápida, pero calibrada. Al calificar los hechos como graves pero no “estructurales”, y al descartar por ahora una citación al Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), la autoridad política busca contener la crisis, enmarcarla como una serie de manzanas podridas y no como un cesto contaminado. Medidas como la rotación de personal, el fortalecimiento de la contrainteligencia y la equiparación de controles aéreos son respuestas lógicas, pero que operan sobre la premisa de que el problema es controlable con los mecanismos existentes. Sin embargo, la proyección de este fenómeno sugiere que Chile se encuentra en un punto de inflexión crítico, donde las decisiones de hoy modelarán radicalmente la seguridad y la soberanía del país en las próximas décadas.
Este es el futuro preferido por la narrativa oficial. En este escenario, las medidas anunciadas por el Ministerio de Defensa logran su objetivo. La rotación de tropas en el norte dificulta la consolidación de redes de confianza con grupos criminales, y los nuevos protocolos de control y contrainteligencia detectan y neutralizan futuros intentos de infiltración. La disputa jurisdiccional entre la justicia militar y la civil, evidenciada en el caso FACH, se resuelve a favor de esta última para delitos de narcotráfico, sentando un precedente que fortalece la persecución penal bajo un único estándar.
En esta proyección, el término “narcomilitares” se desvanece y es reemplazado por “casos aislados de corrupción”. La confianza en las Fuerzas Armadas, aunque dañada, se recupera lentamente. El debate sobre el rol militar en la seguridad interior continúa, pero con un énfasis mucho mayor en los mecanismos de supervisión civil y la rendición de cuentas. Chile lograría así encapsular la crisis, demostrando que sus instituciones, aunque vulnerables, tienen la resiliencia para auto-depurarse. El principal factor de incertidumbre aquí es si la presión del crimen organizado se mantendrá en niveles que las nuevas defensas puedan soportar.
Una trayectoria más pesimista sugiere que los casos recientes son solo la punta del iceberg. En este escenario, las medidas de control resultan insuficientes para contrarrestar el poder económico y la sofisticación del crimen transnacional. El hallazgo de ketamina, una droga vinculada por la propia Fiscalía a bandas como el Tren de Aragua, apunta a un adversario con una capacidad de penetración que excede la de delincuentes comunes. Nuevos casos de corrupción emergen, no solo en la tropa, sino quizás en rangos más altos y en otras ramas de la defensa y la seguridad.
Las consecuencias de esta proyección son profundas. La disputa entre la justicia militar y la civil no se resuelve, sino que se convierte en una herramienta de impunidad, donde los casos se estancan en conflictos de competencia. La confianza ciudadana en las Fuerzas Armadas se desploma, generando una crisis de legitimidad que afecta al Estado en su conjunto. Se instala la percepción de una “colombianización” o “mexicanización” de ciertos estamentos estatales, donde la soberanía ya no es solo amenazada desde el exterior, sino corroída desde adentro. En este futuro, el debate ya no es sobre si los militares deben patrullar las calles, sino sobre quién vigila a los vigilantes.
Existe una tercera vía, una que nace del reconocimiento de que la crisis es, en efecto, estructural. En este escenario, la seguidilla de escándalos genera un consenso político y social de que las viejas doctrinas de seguridad ya no son adecuadas para las amenazas del siglo XXI. El problema no es solo la corrupción individual, sino un diseño institucional que no fue concebido para resistir la guerra asimétrica que plantea el crimen organizado moderno.
Bajo esta proyección, Chile se embarca en una reforma profunda de su sector de defensa y seguridad. Esto implicaría una revisión completa del rol, la formación y la supervisión de las Fuerzas Armadas. Podrían crearse unidades de élite especializadas y altamente fiscalizadas para el control fronterizo, separadas de las estructuras tradicionales. La justicia militar sería reformada drásticamente, limitando su competencia exclusivamente a delitos de naturaleza castrense. Se implementaría una nueva política de inteligencia, con un fuerte componente civil, enfocada en la prevención de la corrupción interna. Este camino sería políticamente complejo y generaría fuertes resistencias internas, pero ofrecería la oportunidad de construir un nuevo contrato de seguridad nacional, con instituciones más transparentes, ágiles y resilientes. Sería una transformación dolorosa, pero que podría dotar al Estado chileno de las herramientas para enfrentar un futuro donde la principal amenaza a la soberanía no proviene de otros ejércitos, sino de redes criminales sin bandera.
Los futuros de la seguridad chilena no están escritos. Dependerán de las respuestas que se den a las preguntas que esta crisis ha abierto. ¿Se optará por parches administrativos o por una cirugía institucional mayor? ¿Prevalecerá la autonomía de los fueros internos o el principio de igualdad ante la ley? La grieta en el uniforme ha expuesto una vulnerabilidad fundamental. La tarea de las próximas décadas será decidir si esa fisura se repara con una capa superficial de pintura o si se aprovecha para reconstruir el muro desde sus cimientos.