Hace poco más de dos meses, un evento que parecía menor sacudió el ecosistema mediático chileno: Telecanal, una señal de televisión abierta de bajo perfil, reemplazó de la noche a la mañana su programación habitual de infomerciales y series antiguas por la transmisión ininterrumpida de RT en Español, el canal de noticias financiado por el Kremlin. Lo que inicialmente fue una curiosidad para los televidentes, ha madurado hasta convertirse en un complejo caso de estudio sobre las difusas fronteras que separan los negocios mediáticos, la soberanía regulatoria y la influencia geopolítica en el siglo XXI. Hoy, con las reacciones iniciales decantadas, las verdaderas aristas del problema emergen con mayor claridad, desplazando el foco desde la pantalla hacia los intrincados pasillos del poder corporativo y la legislación de medios.
La mañana del 16 de junio, la señal de Telecanal comenzó a emitir la programación de RT. La decisión, descrita por fuentes internas como una orden “venida de arriba”, se ejecutó sin previo aviso a la Asociación Nacional de Televisión (ANATEL) o al Consejo Nacional de Televisión (CNTV). La reacción fue inmediata y multifacética.
Por un lado, la Embajada de Rusia en Chile defendió públicamente la medida como un aporte a la “diversidad de expresión y opiniones” y un llamado a “dialogar con argumentos y sin censura”. El propio embajador, Vladimir G. Belinsky, en una entrevista posterior, afirmó haberse enterado “como muchos chilenos” y calificó el acuerdo como un asunto puramente comercial entre privados, desvinculando a su delegación de cualquier gestión.
Esta narrativa contrastó fuertemente con la percepción de diversos actores políticos y sociales. Diputados de la UDI oficiaron al CNTV, calificando a RT como un “instrumento de propaganda del Kremlin”, especialmente en el contexto de la guerra en Ucrania. La preocupación se fundamenta en que RT tiene su señal prohibida en la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá por acusaciones de desinformación. En el otro extremo del espectro político, figuras como el alcalde Daniel Jadue celebraron la llegada del canal como una alternativa a la hegemonía mediática occidental.
El CNTV, por su parte, aclaró que un acuerdo comercial para la exhibición de programación no requiere su autorización previa, pero que sí tiene la facultad de fiscalizar los contenidos emitidos y, crucialmente, la estructura de propiedad de los concesionarios. Esta declaración fue premonitoria, pues la controversia rápidamente escaló hacia un terreno mucho más complejo: la legalidad de la propia concesión de Telecanal.
El caso Telecanal-RT obliga a una reflexión que trasciende la inmediatez. Por un lado, se plantea el argumento de la libertad de información. En un ecosistema mediático concentrado, la llegada de una nueva perspectiva, aunque sea estatal y controvertida, es vista por algunos como un enriquecimiento del debate público. La propia embajada rusa comparó a RT con otros medios estatales como la BBC británica o la Deutsche Welle alemana, invitando a la audiencia a “ampliar sus horizontes informativos”.
Sin embargo, esta visión choca con la realidad geopolítica. RT no es un actor mediático convencional. Su expansión en América Latina —con presencia en Argentina, Venezuela, Nicaragua y ahora Chile— es una estrategia deliberada para ganar influencia en una región donde no enfrenta las mismas restricciones que en Occidente. La pregunta fundamental que emerge es si la normativa chilena, diseñada para un paradigma mediático del siglo XX, está preparada para gestionar la irrupción de actores estatales extranjeros que operan bajo lógicas de soft power y no solo de rentabilidad comercial.
Quizás la consecuencia más profunda y duradera de este episodio es que destapó una de las controversias más sensibles y peor resueltas de la industria televisiva chilena: la propiedad cruzada. La Ley de Prensa chilena es clara al prohibir que una misma persona o entidad controle más de una concesión de televisión de libre recepción en una misma zona geográfica.
Investigaciones periodísticas de medios como La Tercera y Diario Financiero, citando documentos como los Panama Papers, han revelado una compleja red de sociedades offshore (como Wayland Services Group y Global Holding Properties Corporation) que vincularían la propiedad de Telecanal y La Red con el empresario mexicano-guatemalteco Remigio Ángel González, apodado “El Fantasma”. Este conglomerado, conocido como Albavisión, opera más de 40 canales en toda América Latina y ha sido objeto de controversias en otros países.
Aunque los representantes legales de ambos canales en Chile han negado históricamente este vínculo, las evidencias de acreedores comunes y estructuras societarias compartidas han puesto al CNTV en la obligación de iniciar una nueva investigación. El director ejecutivo de Telecanal, el abogado Rodrigo Álvarez Aravena del estudio DLA Piper, ya fue citado por el organismo para dar explicaciones. Así, la llegada de la señal rusa actuó como un catalizador, transformando un debate sobre propaganda en una investigación sobre una posible violación flagrante a la ley de medios chilena.
Actualmente, el caso se encuentra en una fase de análisis regulatorio. El CNTV está investigando activamente la estructura de propiedad de Canal Dos S.A. (Telecanal), y el resultado podría tener implicaciones que van mucho más allá de la transmisión de RT. Si se comprueba el control común con La Red, la concesión de uno de los dos canales podría estar en riesgo.
El tema ha dejado de ser una anécdota mediática para convertirse en una prueba de fuego para las instituciones chilenas. Pone sobre la mesa la necesidad de modernizar una legislación que no anticipó la globalización de la propaganda estatal ni la opacidad de los capitales transnacionales. La señal de Moscú, que irrumpió silenciosamente en los hogares chilenos, terminó por emitir una luz potente sobre las zonas grises de la regulación y el poder en los medios de comunicación del país.