La noticia del cierre de Algramo, anunciada a mediados de 2025, resonó más allá de los círculos de emprendimiento. No fue la caída de una startup más, sino el colapso de un símbolo. Durante más de una década, Algramo representó la promesa de que era posible alinear el éxito financiero, el impacto social y la responsabilidad ambiental. Su modelo de envases reutilizables, premiado internacionalmente y respaldado por gigantes como Unilever, Walmart y Coca-Cola, parecía ser la prueba de que el mercado podía autocorregir sus externalidades. Hoy, su fin proyecta una sombra de duda sobre esa premisa, obligando a una reflexión profunda sobre la viabilidad real de los negocios de triple impacto en el ecosistema actual.
La caída no fue producto de un único error, sino de una confluencia de factores sistémicos. Por un lado, su línea de negocio orientada al consumidor final (Bringo) sucumbió a una contracción general del consumo y a la fallida negociación con un socio estratégico que pudo darle la escala necesaria. Por otro, su sofisticada apuesta tecnológica B2B, que ofrecía a las grandes corporaciones una solución de "reutilización como servicio", se estrelló contra un muro de prioridades cambiantes. Como admitió su fundador, José Manuel Moller, una vez que el escenario económico global se tornó adverso, los ambiciosos compromisos de sostenibilidad de sus socios corporativos fueron congelados o abandonados, revelando su naturaleza elástica y, en última instancia, secundaria frente a la presión por las ventas trimestrales. Algramo quedó sobredimensionado, esperando una demanda que la retórica corporativa prometió pero que la estrategia de negocio nunca priorizó.
Un futuro probable, y el más pesimista, es que el caso Algramo actúe como una señal de repliegue. Para el ecosistema de capital de riesgo, que según informes de Corfo ya enfrentaba un ciclo de inversión más lento, la caída de un actor tan visible podría generar un "efecto de congelamiento" sobre otros emprendimientos de impacto. La lección para los fondos sería clara: los modelos que dependen de cambios culturales o de la buena voluntad corporativa son demasiado riesgosos. La lógica del portafolio, que acepta que la mayoría de las startups fracasan, se reafirma, pero la tesis de inversión podría alejarse de la complejidad del triple impacto para volver a modelos de negocio más tradicionales y de crecimiento predecible.
Esta tendencia se alinea con otras señales del mercado. Mientras Algramo luchaba por sobrevivir, la inversión en formatos de consumo masivo tradicionales, como los ocho nuevos malls y outlets anunciados en 2025 con más de US$600 millones de inversión, demuestra dónde sigue estando el centro de gravedad del capital. Del mismo modo, las propuestas económicas de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC) para el próximo ciclo presidencial se centran en motores de crecimiento convencionales, sin un énfasis particular en la economía circular o los nuevos modelos de negocio sostenibles. En este escenario, la sostenibilidad se consolida como un nicho, una opción para un segmento de consumidores y empresas, pero no como el eje de una transformación económica estructural. La "promesa verde" se revela como un lujo de los tiempos de bonanza.
Una perspectiva alternativa sugiere que Algramo no es un punto final, sino un "momento Napster" para la economía circular. Napster fue una empresa que fracasó, pero su tecnología y su visión disruptiva forzaron a toda la industria musical a transformarse. De manera similar, el colapso de Algramo podría ser la lección costosa pero necesaria para una segunda generación de innovación sostenible.
Las fallas de Algramo son ahora datos públicos: la excesiva dependencia de socios corporativos volátiles, la dificultad de cambiar hábitos de consumo sin incentivos masivos y la tensión entre la paciencia que requiere la sostenibilidad y la urgencia de crecimiento que exige el venture capital. Los futuros emprendedores podrían diseñar modelos de negocio más resilientes: quizás más enfocados en la comunidad y menos en las grandes alianzas, o directamente anclados a las obligaciones que impone la regulación, como la Ley de Plásticos de un Solo Uso, cuya postergación fue uno de los golpes para Algramo.
En este escenario, el rol del Estado se vuelve protagónico, no solo como un financiador inicial (el rol de Corfo), sino como un creador de mercado a través de la regulación. Si las políticas públicas establecen un piso no negociable para la responsabilidad ambiental, la innovación deja de ser una opción y se convierte en una necesidad competitiva. El fracaso de Algramo se convierte entonces en el argumento definitivo para que la transición hacia una economía circular no se deje en manos del mercado voluntario.
La trayectoria que seguirá el consumo sostenible en Chile se encuentra en una encrucijada. La caída de Algramo ha roto el contrato implícito del "capitalismo consciente" en su primera versión, aquella que confiaba en que las fuerzas del mercado, guiadas por la innovación y la buena voluntad, serían suficientes.
Lo que emerge es una disyuntiva clara. Un camino es la aceptación de un modelo dual, donde la economía tradicional, simbolizada por la expansión de los centros comerciales y la agenda de los grandes gremios, coexiste con un archipiélago de iniciativas sostenibles, inspiradoras pero marginales. El otro camino implica una redefinición estructural. Esto podría incluir el desarrollo de nuevos vehículos de inversión, como fondos de "capital paciente" que entiendan los plazos del impacto real, y un compromiso político decidido por marcos regulatorios que conviertan la sostenibilidad en la corriente principal.
El cierre de Algramo no es la prueba de que el consumo sostenible es inviable. Es la demostración de que su viabilidad depende de un ecosistema que aún no existe plenamente en Chile. Su legado no será la tecnología que desarrolló ni los premios que ganó, sino la crudeza de las preguntas que su ausencia nos obliga a enfrentar sobre el tipo de futuro económico que deseamos construir.