A más de dos meses de las primarias presidenciales de junio, el escenario político chileno sigue procesando el evento que redefinió sus coordenadas: la contundente victoria de Jeannette Jara. Lo que comenzó como una candidatura que sorteó a regañadientes las barreras internas del Partido Comunista (PC) —ante la inviabilidad judicial de Daniel Jadue— se transformó en un fenómeno que no solo la ungió como la abanderada única del oficialismo, sino que instaló un nuevo eje de tensión y debate. Hoy, la discusión no gira en torno a sus rivales, sino en torno a ella: la figura, la estrategia y, sobre todo, las contradicciones que encarna la exministra del Trabajo.
El triunfo de Jara no fue un accidente, sino el resultado de una estrategia meticulosamente calibrada. Como analizó el director de Criteria, Cristián Valdivieso, incluso antes de la votación, "Jara ya ganó". Su campaña se construyó sobre una astuta disociación de la imagen tradicional de su partido. Se presentó como una candidata "not PC", una figura de sentido común ciudadano que capitalizó sin complejos los logros más populares del gobierno en los que fue protagonista: la ley de 40 horas y el aumento del salario mínimo.
Esta narrativa fue obra de un equipo cohesionado, con asesores como el sociólogo Darío Quiroga, quien apostó por resaltar los atributos blandos y la biografía de la candidata —la niña de Conchalí hecha a pulso— por sobre un denso discurso programático. La estrategia se basó en la diferenciación: frente a la institucionalidad técnica de Carolina Tohá, Jara ofreció cercanía y empatía; frente a la retórica a veces subjetiva de Gonzalo Winter, habló al "país real". Se apropió de los éxitos del gobierno, pero supo tomar distancia de sus fracasos, como en la crisis de seguridad, que endosó con cortesía pero firmeza a sus compañeros de gabinete.
Su equipo de campaña operó en tres círculos concéntricos: un núcleo íntimo y personal de máxima confianza; un comando formal con figuras de la cúpula del PC como Marcos Barraza y Bárbara Figueroa; y un grupo de asesores externos o "orejeros" que aportaban visiones estratégicas. Esta estructura le permitió mantener autonomía frente a la línea dura del partido, mostrando independencia cada vez que la directiva intentaba marcarle el paso.
Tras la victoria, la tensión se desplazó del campo electoral al ideológico. El primer gran movimiento fue el anuncio de que Jara suspendería simbólicamente su militancia en el PC, un gesto que sus adherentes, como la exministra Laura Albornoz, interpretaron como una señal de amplitud para convocar al progresismo y al centro político, evocando el precedente de Patricio Aylwin en 1989.
Para la oposición, sin embargo, la jugada fue una "farsa". Renovación Nacional acudió al Servel para denunciar un intento de "engañar al electorado", argumentando que la figura de "suspensión" no existe legalmente y que Jara "es y será comunista". La presidenta del Servel, Pamela Figueroa, aclaró que, en efecto, la candidata mantendría su estatus de militante para la elección de noviembre, dejando el gesto en el plano puramente simbólico y político.
Esta controversia sobre la identidad política de Jara se entrelazó con una crítica aún más profunda: la de su programa económico. El profesor de Economía de la UC, Tomás Rau, calificó sus propuestas como un "antiguo comunismo reflotado en tiempos modernos". Rau señaló una "falta de coherencia" entre la ministra que lideró una reforma de pensiones que consolidaba las cuentas individuales y la candidata que ahora propone eliminar las AFP. Asimismo, advirtió que un "salario vital" de $750.000 reduciría el empleo, y que la idea de crecer impulsando la demanda interna responde a "políticas fracasadas".
Desde el oficialismo, la defensa fue enérgica. La presidenta del Partido Socialista, Paulina Vodanovic, acusó una fijación desproporcionada en la militancia de Jara, mientras se minimizaban las declaraciones de figuras de derecha como Johannes Kaiser, a quienes calificó de "golpistas". Para este sector, las críticas económicas son una defensa del modelo actual, y la candidatura de Jara representa precisamente la voluntad de construir una alternativa con mayor justicia social.
El "Fenómeno Jara" no es un hecho aislado. Responde a una larga tradición en la política chilena donde los candidatos de izquierda deben navegar el estigma del anticomunismo para acceder al poder. Su estrategia de moderación en la forma y radicalidad en el fondo programático la coloca en una encrucijada.
Actualmente, la candidatura de Jeannette Jara ha superado la fase de la sorpresa. El debate ya no es si podía ganar una primaria, sino cómo pretende gobernar un país complejo y polarizado. Su principal desafío es doble: por un lado, muscular su campaña sumando a los sectores derrotados del oficialismo y al esquivo centro político; por otro, resolver la disonancia entre la "Jeannette empática" que conecta con la ciudadanía y la "Jara comunista" que genera desconfianza en los mercados y en un electorado moderado.
Su futuro depende de su capacidad para construir una mayoría social y política que trascienda las etiquetas. Como ella misma declaró con desenfado, si no gana, hará su currículum y buscará "pega". Pero para la política chilena, su irrupción ya dejó una marca indeleble, forzando a todos los actores a confrontar las narrativas, miedos y esperanzas que definirán la próxima elección presidencial.