El 28 de abril de 2025, a las 12:30 p. m., un silencio eléctrico se apoderó de la península ibérica. Más que un simple corte de luz, el Gran Apagón Ibérico fue un stress test a escala real que expuso las grietas del modelo de vida del siglo XXI. Durante horas, 50 millones de personas experimentaron el colapso de la normalidad: el transporte se detuvo, las comunicaciones se volvieron erráticas y el comercio digital, pilar de la economía moderna, simplemente se desvaneció. Las pérdidas, estimadas en casi 400 millones de euros solo en el gasto de consumo español, no son más que la punta del iceberg de una vulnerabilidad mucho más profunda.
Pasadas las semanas de la crisis inmediata, con la luz restaurada y el humor de los memes archivado, emerge la verdadera pregunta: ¿qué futuro nos reveló esa oscuridad repentina? El apagón, cuya causa oficial aún se debate entre una falla en cascada y la compleja gestión de las energías renovables, ha dejado de ser una noticia para convertirse en una señal fundacional. Marca el fin de la inocencia sobre la robustez de nuestras infraestructuras y el inicio de una era donde la fragilidad sistémica es un factor estratégico central.
Una de las reacciones más instintivas ante una amenaza existencial es atrincherarse. Un futuro plausible es que el Gran Apagón acelere una tendencia hacia la soberanía energética acorazada. En este escenario, los Estados, presionados por una ciudadanía que ahora teme la interconexión como una debilidad, priorizarían la resiliencia nacional por sobre la eficiencia global.
Esto implicaría inversiones masivas en endurecer la red eléctrica nacional, duplicar infraestructuras críticas y limitar la dependencia de las redes transfronterizas que, si bien optimizan costos, también actúan como vectores de contagio de fallas. Políticamente, este discurso se alinea con narrativas nacionalistas y proteccionistas. El debate sobre las energías renovables se vería afectado: su intermitencia, señalada como un posible factor en la crisis ibérica, podría ser usada como argumento para ralentizar la transición verde en favor de fuentes de energía base más controlables, como la nuclear o el gas, a pesar de sus costos ambientales y geopolíticos. El resultado sería una energía potencialmente más cara pero percibida como más segura, un archipiélago de redes-fortaleza en un continente energéticamente balcanizado.
Una visión alternativa interpreta el apagón no como un fallo de la interconexión, sino como un fallo de un modelo centralizado y obsoleto. En este futuro, la solución no es construir muros, sino tejer una red más inteligente, flexible y descentralizada. La lección del 28 de abril sería que la dependencia de unas pocas grandes arterias energéticas es el verdadero riesgo.
Este escenario proyecta una aceleración en la adopción de smart grids (redes inteligentes) gestionadas por inteligencia artificial, capaces de predecir fallas, aislar áreas afectadas en milisegundos y redirigir flujos de energía de forma autónoma. El protagonismo se desplazaría hacia las microgrids a nivel de barrios, complejos industriales o comunidades, y hacia el almacenamiento de energía a pequeña y gran escala (desde baterías domésticas hasta plantas de bombeo). El ciudadano dejaría de ser un mero consumidor para convertirse en un “prosumidor”, generando, almacenando y vendiendo energía a una red que funcionaría más como un internet de la energía que como una autopista unidireccional. Este modelo no solo es más resiliente a apagones masivos, sino que también se alinea mejor con la naturaleza distribuida de las fuentes renovables como la solar y la eólica.
Existe un tercer futuro, menos optimista, donde el Gran Apagón no es una llamada de atención que se atiende, sino el preludio de una nueva normalidad. En este escenario, la combinación de factores como el cambio climático (que genera eventos meteorológicos extremos), las tensiones geopolíticas (que abren la puerta a ciberataques o sabotajes) y la propia complejidad de los sistemas tecnológicos, hace que los fallos a gran escala se vuelvan recurrentes.
La sociedad no lograría construir sistemas infalibles, sino que aprendería a vivir con la intermitencia. Esto podría generar una brecha de resiliencia: por un lado, una élite económica y corporativa que invierte en soluciones de autonomía privada (generadores, sistemas off-grid, comunicaciones satelitales); por otro, una mayoría de la población dependiente de servicios públicos cada vez más frágiles. La confianza en el Estado como garante de la continuidad se erosionaría, y la planificación para el colapso temporal (tener efectivo, agua, alimentos no perecederos) dejaría de ser una preocupación de preppers para convertirse en una práctica doméstica estándar. El humor visto en los memes españoles podría, con el tiempo, dar paso a la frustración y la protesta social.
El Gran Apagón Ibérico ha roto un contrato social implícito: la garantía de que la luz, y con ella la modernidad, siempre estará disponible. Los futuros que se proyectan desde esa ruptura no son mutuamente excluyentes. Lo más probable es que veamos una hibridación de estrategias: un endurecimiento de las infraestructuras críticas (Escenario 1) combinado con un fomento de la descentralización y la inteligencia artificial (Escenario 2), todo ello mientras la sociedad se adapta a un nivel de riesgo sistémico más alto (Escenario 3).
El evento de abril de 2025 funciona como un espejo. Nos ha mostrado que la misma red que nos conecta y nos da poder es también nuestra mayor vulnerabilidad. La oscuridad que cayó sobre España y Portugal no solo interrumpió la electricidad; iluminó las decisiones críticas que debemos tomar sobre el tipo de futuro que queremos construir, su costo y, sobre todo, su fragilidad.