A mediados de julio de 2025, un anuncio aparentemente trivial sacudió la intersección entre política y consumo: Donald Trump proclamó que, por su intervención directa, Coca-Cola volvería a usar “azúcar de caña REAL” en Estados Unidos, abandonando el jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF). Días después, la corporación confirmó el lanzamiento de una nueva línea de productos que cumplía con esta premisa. Este evento, más que una simple anécdota sobre la bebida más icónica del mundo, es una señal potente sobre la reconfiguración de las relaciones de poder entre el ejecutivo, las corporaciones y los ciudadanos. Proyecta un futuro donde la nostalgia se convierte en una herramienta de gobernanza y los productos de consumo masivo, en el nuevo campo de batalla de las guerras culturales.
La decisión no fue un cambio radical en la fórmula principal, sino una jugada estratégica: la creación de una nueva oferta. Coca-Cola no arriesgó su cadena de suministro existente, dominada por el lobby del maíz, sino que abrió una línea de negocio premium, capitalizando un nicho de mercado que ya pagaba más por la “Coca-Cola Mexicana”. La empresa apaciguó al poder político, se alineó con una narrativa de autenticidad y salud —impulsada por la campaña “Make America Healthy Again” de la administración Trump— y transformó la presión presidencial en una oportunidad de marketing. Este es el nacimiento del populismo corporativo: una simbiosis donde el poder político ofrece legitimidad simbólica y la empresa responde con productos que materializan una ideología.
Si esta tendencia se consolida, podríamos estar entrando en la era del “supermercado politizado”. A mediano plazo, es plausible imaginar a líderes políticos interviniendo en otros sectores de consumo. Las batallas no serán solo sobre ingredientes como el azúcar, sino sobre la carne de laboratorio frente a la ganadería tradicional, los alimentos modificados genéticamente frente a los orgánicos, o los productos de origen local frente a los importados. Cada elección de compra podría interpretarse como una declaración de lealtad política.
Las empresas, a su vez, se verían forzadas a desarrollar una “sensibilidad política” en sus departamentos de I+D. Las decisiones de producto ya no dependerían únicamente de la rentabilidad, la logística o las tendencias de consumo, sino del clima político. Podríamos ver el lanzamiento de productos explícitamente alineados con una facción: el “Café Patriota”, la “Cerveza de la Resistencia” o los “Cereales de la Familia Tradicional”. El riesgo es una fragmentación extrema del mercado, donde las marcas abandonan la aspiración de universalidad para convertirse en emblemas de tribus ideológicas, profundizando la polarización social desde un ámbito tan cotidiano como la lista de la compra.
El caso Coca-Cola es un arquetipo del capitalismo nostálgico, una fuerza económica y cultural que vende un pasado idealizado como solución a las ansiedades del presente. La promesa de volver al “sabor real” apela a una memoria colectiva, real o imaginada, de una época más simple y auténtica. Esta estrategia trasciende el marketing retro; es una herramienta de poder.
A largo plazo, este modelo podría escalar. Las corporaciones podrían convertirse en curadoras de narrativas históricas selectivas. La tecnología, como la inteligencia artificial generativa, podría usarse para crear campañas publicitarias que recreen mundos pasados con una fidelidad abrumadora, no para vender un producto, sino un universo de valores asociado a él. El temor es que este capitalismo nostálgico no solo venda productos, sino que también reescriba la memoria colectiva, borrando las complejidades y conflictos del pasado para ofrecer una versión sanitizada y comercializable que refuerce una agenda política específica. La salud pública es la primera víctima de este teatro: el debate se desvió hábilmente de la reducción del consumo de azúcar en general —el verdadero problema de salud— a una disputa simbólica entre dos tipos de edulcorantes, ambos calóricos.
La dinámica entre Trump y Coca-Cola redefine los límites de la autonomía corporativa. ¿Hasta qué punto una empresa puede resistir la presión de un poder ejecutivo que utiliza su plataforma para recompensar o castigar? El patrón de presión de Trump, visible también en sus críticas a la Reserva Federal por los costos de su remodelación, sugiere una voluntad de intervenir en instituciones y empresas que considera fuera de su control.
Esto plantea tres futuros plausibles para el mundo corporativo:
La “guerra del azúcar” es, en definitiva, una advertencia. Lo que hoy es una lata de refresco, mañana podría ser la tecnología que usamos, la energía que consumimos o la información que recibimos. La cuestión fundamental que se proyecta hacia el futuro no es si preferimos el azúcar de caña o el jarabe de maíz, sino en qué tipo de sociedad queremos vivir: una donde nuestras elecciones de consumo son una extensión de nuestra libertad individual, o una donde son un acto de conformidad política.