Hace poco más de dos meses, la sintonía entre el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el magnate tecnológico Elon Musk parecía inquebrantable. Musk, al frente del recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), era elogiado públicamente por el mandatario, quien lo calificaba como un patriota que había “sacrificado mucho” por el país. Hoy, esa alianza es historia. Lo que comenzó como una colaboración estratégica entre el poder político y la innovación empresarial ha devenido en una hostilidad abierta, redefiniendo las fronteras entre Washington y Silicon Valley y dejando una estela de lecciones sobre el poder, el ego y los mercados en la era digital.
La fractura, que para muchos analistas era predecible, se materializó a fines de mayo. La chispa fue la crítica de Musk al megaproyecto de ley presupuestaria de Trump, que calificó en su plataforma X como una “abominación repugnante”. Esta declaración marcó el fin de su breve pero intenso paso por la administración y el inicio de una escalada de ataques públicos.
La reacción del círculo de Trump fue inmediata y feroz. Steve Bannon, exasesor presidencial, llegó a sugerir la “deportación inmediata” de Musk, cuestionando su estatus migratorio y acusándolo de ser un “inmigrante ilegal”. Por su parte, Trump expresó sentirse “muy decepcionado”, dando por terminada la amistad y advirtiendo a Musk que tendría que “pagar las consecuencias” si en el futuro apoyaba a candidatos del Partido Demócrata.
La batalla se libró en el terreno preferido de ambos: las redes sociales. Musk acusó a Trump de “ingratitud” y llegó a insinuar vínculos del mandatario con los archivos de Jeffrey Epstein, en una publicación que luego fue eliminada. El conflicto tuvo un impacto inmediato en los mercados: las acciones de Tesla se desplomaron un 14%, perdiendo US$ 152 mil millones en capitalización bursátil en un solo día, aunque lograron una recuperación parcial en las jornadas siguientes.
El quiebre generó un debate profundo en el mundo financiero y político. Por un lado, analistas como Dan Ives de Wedbush Securities vieron la disputa como un riesgo significativo para las empresas de Musk, argumentando que una reconciliación era necesaria para la estabilidad. La posterior ronda de financiación de xAI, la nueva startup de inteligencia artificial de Musk, confirmó esta aprensión: los informes de Bloomberg revelaron que la pelea con Trump fue una “preocupación clave entre los inversionistas” durante el proceso de levantamiento de capital, que finalmente se concretó por US$ 5 mil millones.
Sin embargo, otra corriente de opinión vio en la ruptura una oportunidad estratégica. Para estos expertos, desvincular la marca Tesla de la polarizante figura de Trump podría ser beneficioso a largo plazo. La alianza había generado boicots y vandalismo contra los vehículos de la compañía, y el distanciamiento podría permitir a Tesla recuperar a un segmento de consumidores que se sentían alienados por la afinidad política de su CEO. La recuperación de las acciones tras la caída inicial parece dar cierto crédito a esta visión.
Desde una perspectiva ideológica, el choque era casi inevitable. Como señaló una carta al director en La Tercera a fines de mayo, la alianza juntaba a un defensor del proteccionismo económico y cultural (Trump) con un visionario que ve el futuro en la inversión conjunta con China (Musk). Eran dos visiones de mundo fundamentalmente opuestas, unidas temporalmente por una conveniencia que no pudo soportar la primera gran prueba de lealtad.
El enfrentamiento Trump-Musk trasciende la anécdota de dos personalidades desbordantes. Es un caso de estudio sobre un fenómeno definitorio de nuestro tiempo: el ascenso del magnate tecnológico como un poder fáctico que puede desafiar, colaborar o enfrentarse al poder estatal. Musk no es solo un empresario; es el dueño de una de las plazas públicas digitales más influyentes del mundo (X), y sus empresas (SpaceX, Starlink) son contratistas clave del gobierno estadounidense en áreas estratégicas como la defensa y las comunicaciones.
Esta colisión demuestra la fragilidad de las alianzas basadas en la personalidad y la volatilidad que se introduce en la política y la economía cuando los egos de los líderes chocan. La disputa no fue sobre principios de Estado, sino sobre lealtad personal y críticas públicas, con consecuencias que afectaron a miles de inversores y empleados.
Actualmente, el conflicto ha entrado en una fase de guerra fría. Trump ha declarado que la ruptura es permanente y que no tiene intención de volver a hablar con Musk. Por su parte, el empresario se ha enfocado en asegurar el futuro de sus compañías, navegando en un entorno donde su relación con el poder político se ha vuelto un factor de riesgo explícito para los inversores.
El tema no está cerrado. Ha evolucionado hacia una nueva normalidad donde el poder de un individuo puede rivalizar con el de un jefe de Estado, y donde una disputa en redes sociales tiene el potencial de mover miles de millones de dólares en los mercados globales. La advertencia de Trump sobre las elecciones de mitad de período de 2026 deja la puerta abierta a futuras hostilidades, consolidando un precedente sobre cómo las relaciones personales en la cima del poder pueden moldear el panorama político y económico de formas impredecibles.