A fines de junio de 2025, el Banco Central de Chile puso en circulación una nueva moneda de $100. El objetivo era claro y solemne: conmemorar el centenario de una institución clave para la estabilidad económica del país. En su anverso, el logo de los cien años; en su reverso, la ya conocida figura de una mujer mapuche. Sin embargo, en cuestión de días, la ciudadanía la rebautizó con un nombre que no figuraba en ningún diseño oficial: la “moneda Pudú”. Este acto de resignificación popular, nacido en el crisol de las redes sociales y la cultura del meme, trasciende la anécdota. Se ha convertido en una señal potente que proyecta tres debates cruciales para el futuro de Chile: la persistencia del dinero físico, la construcción de la identidad colectiva y la naturaleza cambiante de la confianza pública.
En un mundo que avanza inexorablemente hacia las transacciones digitales, las billeteras electrónicas y la potencial llegada de las Monedas Digitales de Banco Central (CBDC), el fervor por obtener y atesorar esta pieza de metal parece un anacronismo. No lo es. Es un indicador de una resistencia latente a la desmaterialización total del dinero. La moneda de $100, ahora investida de un carisma inesperado, encarna atributos que el dinero digital aún no logra replicar por completo: anonimato, soberanía personal y tangibilidad.
A mediano plazo, este fenómeno podría fortalecer las corrientes de opinión que abogan por el “derecho al efectivo”. Si la tendencia se consolida, podríamos ver un escenario donde los legisladores y reguladores se vean presionados a garantizar la coexistencia del dinero físico, no solo por brechas de acceso tecnológico, sino como una opción de resiliencia y privacidad ciudadana. El riesgo, sin embargo, es que la “moneda Pudú” fracase en su propósito original: si se convierte masivamente en un objeto de colección y desaparece del flujo de pagos cotidiano, el Banco Central habrá logrado un éxito de relaciones públicas a costa de un fracaso en su función monetaria básica. El punto de inflexión será observar si su popularidad fomenta el uso del efectivo en general o simplemente la saca de circulación.
El diseño oficial de la moneda cuenta una historia: cien años de una institución, la República, la Cordillera de los Andes. Es una narrativa jerárquica, histórica y formal. El apodo “Pudú” cuenta otra historia: una de ternura, naturaleza, vulnerabilidad y cultura de internet. Es una narrativa horizontal, afectiva y emergente. Este choque no es trivial; es un microcosmos de la lucha por definir los símbolos que representan a Chile en el siglo XXI.
Tradicionalmente, la iconografía monetaria ha sido un vehículo para proyectar una visión de Estado. Héroes militares, padres de la patria, escudos. La inclusión de la mujer mapuche en la versión anterior ya representó un cambio significativo. Ahora, la irrupción del pudú —un símbolo no oficial, elegido por aclamación digital— plantea una pregunta fundamental: ¿quién tiene el poder de definir la identidad nacional? ¿Las instituciones o la ciudadanía? Un futuro plausible es que este evento acelere una revisión de los criterios para seleccionar símbolos nacionales. Podríamos ver un movimiento hacia la incorporación de elementos de la biodiversidad, la ciencia o la cultura popular en futuros billetes y monedas, en un intento de las instituciones por reconectar con una ciudadanía que construye su identidad en espacios más descentralizados y digitales. La alternativa es una creciente disonancia entre los símbolos oficiales y los que la gente realmente siente como propios.
El Banco Central buscaba conmemorar “cien años construyendo confianza”. Irónicamente, el éxito de su moneda no provino de ese mensaje solemne, sino de una apropiación lúdica y viral. Esto no debe interpretarse necesariamente como una falta de respeto o una erosión de la confianza, sino como una transformación de su naturaleza. La confianza en el siglo XX se basaba en la autoridad, la distancia y la solemnidad. La confianza en el siglo XXI parece requerir, además, autenticidad, cercanía y capacidad de diálogo.
El futuro de la confianza en las instituciones económicas, como el Banco Central, dependerá de su habilidad para navegar este nuevo ecosistema. Un escenario optimista es que las instituciones aprendan a escuchar y participar en estas conversaciones populares, utilizando el humor y la cultura digital como puentes para comunicar sus mandatos técnicos. Un escenario pesimista es que se replieguen, insistiendo en una comunicación unidireccional que solo amplíe la brecha con una ciudadanía que ya no es una receptora pasiva de mensajes. La “moneda Pudú” es una advertencia: el control sobre la narrativa es cada vez más difuso. La confianza ya no solo se decreta desde la autoridad; también se gana en el intercambio viral de significados.
Lo que comenzó como la emisión de una moneda se ha convertido en un espejo. En su brillo metálico se reflejan las tensiones y posibilidades de un país en transición. La forma en que circule —o no—, los nombres que le demos y las conversaciones que genere, ofrecerán pistas valiosas sobre el tipo de contrato social, monetario e identitario que los chilenos están dispuestos a acuñar para su futuro.