La aprobación de la “Gran y Hermosa Ley” (Big Beautiful Bill) en julio de 2025 es mucho más que una reforma fiscal. Es una señal sísmica que anuncia el fin de un paradigma. Durante décadas, el consenso neoliberal —aunque con matices— se basó en una premisa compartida por demócratas y republicanos: la deuda pública, si bien necesaria, era un indicador de salud económica que debía mantenerse bajo control. Las instituciones tecnocráticas, como la Reserva Federal (Fed), eran los guardianes autónomos de la estabilidad. La ley de Trump no solo dinamita esta premisa, sino que la invierte: la deuda deja de ser un pasivo a gestionar para convertirse en un activo político a explotar, y la independencia de la Fed, en un obstáculo a derribar.
La crítica de figuras como Elon Musk, quien la calificó de “abominación repugnante”, y las advertencias de la Oficina de Presupuesto del Congreso sobre un aumento de 2,4 billones de dólares en la deuda, no fueron suficientes para frenar su impulso. El mensaje es claro: la voluntad política del poder ejecutivo se impone sobre la ortodoxia económica. Este acto no es un evento aislado; es el punto de partida de futuros escenarios donde las reglas del juego económico global se reescriben.
A mediano plazo, el escenario más probable es la normalización del déficit como política de Estado. La administración Trump ha demostrado que es posible financiar recortes de impuestos masivos para corporaciones y grandes fortunas, junto a un aumento del gasto en defensa, a costa de programas sociales y un endeudamiento sin precedentes. La justificación de que el crecimiento económico compensará el gasto es una apuesta que la mayoría de los economistas, incluido el FMI, consideran insostenible.
El punto de inflexión crítico no será necesariamente el colapso del dólar, que goza del “privilegio exorbitante” de ser la moneda de reserva mundial. El verdadero peligro radica en la erosión gradual de la confianza. ¿Qué sucederá cuando grandes tenedores de deuda estadounidense, como China o Japón, decidan que el riesgo es demasiado alto y comiencen a diversificar sus reservas de manera acelerada? Este movimiento no sería abrupto, sino una lenta hemorragia que debilitaría al dólar, importaría inflación a Estados Unidos y desataría una volatilidad extrema en los mercados globales. Para economías dolarizadas y dependientes del comercio como la chilena, este futuro implica una exposición directa a shocks cambiarios y fugas de capital que las políticas monetarias locales difícilmente podrían contener.
El enfrentamiento público de Donald Trump con Jerome Powell, presidente de la Fed, es un presagio. La visita del presidente a las obras de la sede del banco central para cuestionar sus costos es un acto de intimidación simbólica que busca subordinar la política monetaria a los intereses electorales de corto plazo. Si esta presión tiene éxito o se convierte en la norma, la capacidad de los bancos centrales para controlar la inflación y actuar con independencia quedará permanentemente comprometida.
Esto nos proyecta a un futuro de “stop-and-go” económico, donde las políticas fiscales y monetarias oscilan violentamente con cada cambio de gobierno. Una administración podría impulsar déficits masivos, mientras que la siguiente se vería forzada a aplicar una austeridad brutal, generando ciclos de auge y recesión que harían imposible la planificación a largo plazo para empresas y ciudadanos. La credibilidad de las instituciones, pilar de la estabilidad económica, se desvanecería, reemplazada por la incertidumbre y la polarización como constantes.
Quizás la consecuencia más tangible y estratégica para Chile y otras naciones es la introducción de la Sección 899, el llamado “impuesto de venganza”. Aunque su implementación final es incierta, su sola concepción dibuja un nuevo orden mundial. Ya no se trata de competir en un mercado global con reglas más o menos comunes, sino de elegir un bando en una guerra fiscal.
Este mecanismo faculta al Tesoro de EE.UU. para castigar a países considerados fiscalmente “injustos”, aumentando unilateralmente las tasas de retención de impuestos y anulando, en la práctica, los tratados de doble tributación. Para Chile, esto presenta un dilema existencial. Por un lado, la reforma ofrece oportunidades, como la consolidación de una tasa corporativa baja del 21% en EE.UU. Por otro, lo somete a un chantaje estratégico: o alinea su política tributaria con los intereses de Washington, o se arriesga a ser penalizado, afectando directamente a las inversiones chilenas en EE.UU. y los flujos de capital. Este es el fin de la neutralidad económica; el futuro exigirá un posicionamiento geopolítico explícito en el ámbito fiscal.
La “Big Beautiful Bill” no es el final de la historia, sino el prólogo de una nueva era. Las tendencias dominantes apuntan hacia una mayor politización de la economía, un debilitamiento de las instituciones multilaterales y una fragmentación del orden global. El mayor riesgo es una crisis de deuda soberana en EE.UU. que, por su escala, arrastraría al resto del mundo. La oportunidad latente, aunque remota, es que este mismo caos obligue a una reconfiguración del sistema financiero internacional hacia un modelo más multipolar y resiliente.
Para los ciudadanos y tomadores de decisiones, el desafío no es predecir con certeza cuál de estos futuros se materializará, sino comprender las fuerzas en juego. La era del piloto automático económico ha terminado. El futuro pertenece a quienes sepan navegar la volatilidad, diversificar sus dependencias y tomar decisiones estratégicas en un mundo donde las viejas reglas ya no aplican.