La orden ejecutiva para reabrir la prisión de Alcatraz, emitida a principios de mayo de 2025, es mucho más que una decisión administrativa. A más de 60 años de su cierre por costos operativos insostenibles, su resurrección no responde a una necesidad logística del sistema penitenciario federal —que, según expertos, cuenta con capacidad excedentaria—, sino a una declaración de principios sobre el futuro de la justicia y el control social. El gesto, cargado de una potente nostalgia por una "nación más seria", inaugura una era donde la política criminal se fusiona con el marketing del miedo, y las cárceles se convierten en escenarios de un drama político transmitido en tiempo real.
Alcatraz no es una prisión cualquiera; es una marca indeleble en el imaginario global, sinónimo de aislamiento infranqueable y castigo absoluto, moldeada más por Hollywood que por los registros históricos. Su reapertura es, en esencia, un acto de performance política que busca capitalizar este mito. El objetivo no es simplemente encarcelar a los "delincuentes más despiadados" o a inmigrantes indocumentados, como se ha declarado, sino proyectar una imagen de poder incontestable. Este enfoque resuena con modelos como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador, donde la arquitectura carcelaria y la exhibición mediática de los reos son el mensaje principal. Estamos ante el nacimiento de la cárcel-franquicia: un modelo simbólico, exportable y mediáticamente viral que promete orden a cambio de libertades y debido proceso.
La iniciativa de Alcatraz no es un hecho aislado. Se inscribe en una estrategia más amplia que podría denominarse el "archipiélago punitivo". La posterior revelación del centro de detención "Alligator Alcatraz" en los pantanos de los Everglades en Florida confirma el patrón: la creación de una red de enclaves de castigo definidos por su aislamiento geográfico y su hostilidad natural. Ya no se trata solo de muros y barrotes, sino de utilizar la propia naturaleza —océanos, aguas infestadas de caimanes, desiertos— como una extensión del aparato de seguridad.
Este modelo establece una nueva geografía del castigo. Ciertas poblaciones son designadas para ser no solo encarceladas, sino exiliadas a zonas de excepción, fuera del tejido social y, en la práctica, con un estatus legal disminuido. La lógica es clara: si el entorno es una prisión en sí misma, los costos de vigilancia se reducen y el mensaje disuasorio se magnifica. El futuro plausible es un sistema dual: prisiones convencionales para la delincuencia común y un archipiélago de "black sites" legalizados para aquellos etiquetados como enemigos del Estado, ya sean criminales de alto perfil o inmigrantes. La visita de la Fiscal General, Pam Bondi, a Alcatraz, sugiriendo su uso para "ilegales" en medio de otras crisis políticas, delata cómo estos espacios se conciben como herramientas flexibles de gestión poblacional y distracción mediática.
Reabrir Alcatraz es también un acto de reescritura histórica deliberada. La isla, que hoy funciona como un parque nacional y una de las mayores atracciones turísticas de San Francisco, es un monumento a un modelo carcelario fallido y obsoleto. Su cierre en 1963 fue un reconocimiento de su inviabilidad económica y de la evolución de las políticas penitenciarias. La decisión de reactivarla busca borrar esa memoria de fracaso para imponer una nueva narrativa: la de un pasado idealizado donde el orden se imponía sin concesiones.
Esta manipulación del patrimonio histórico sienta un precedente peligroso. Si un parque nacional puede ser reconvertido en una prisión de máxima seguridad para servir a una agenda política, ¿qué otros espacios simbólicos podrían ser cooptados en el futuro? Se abre la puerta a una instrumentalización del paisaje y la memoria colectiva, donde los lugares de reflexión histórica se transforman en plataformas para la propaganda del presente. La batalla por el futuro de Alcatraz es, en el fondo, una lucha por el significado de la historia y por quién tiene el poder de contarla.
La tendencia dominante que emerge es la consolidación de una justicia como espectáculo, donde la eficacia de una política penal se mide por su impacto mediático y su capacidad para generar narrativas de control. Los riesgos son evidentes: la erosión sistemática del debido proceso, la normalización de castigos crueles como entretenimiento público y la consolidación de un sistema que no busca rehabilitar, sino deshumanizar y aislar.
Sin embargo, esta estrategia no está exenta de fricciones. Los puntos de inflexión que podrían alterar este rumbo son múltiples. Primero, la realidad económica: los altísimos costos de operación que llevaron al cierre original de Alcatraz no han desaparecido y podrían hacer el proyecto inviable. Segundo, la resistencia local y legal: la oposición de autoridades como las de San Francisco y las demandas de grupos ambientalistas contra proyectos como "Alligator Alcatraz" demuestran que la sociedad civil y las instituciones pueden actuar como un contrapeso efectivo. Finalmente, la reacción pública: un exceso de espectáculo punitivo podría generar un rechazo ciudadano, especialmente si se percibe como una maniobra para desviar la atención de otros problemas o escándalos, como sugiere la visita de Bondi en el contexto del caso Epstein.
El futuro de este modelo dependerá de cuál de estas fuerzas prevalezca. La resurrección de Alcatraz nos obliga a preguntarnos qué tipo de contrato social estamos dispuestos a firmar. Uno basado en la justicia, la rehabilitación y los derechos, o uno donde el miedo es la moneda de cambio y las prisiones, los teatros de nuestra propia sumisión.