A más de dos meses de la brutal agresión que dejó a un conserje de 70 años con secuelas permanentes, el caso de Martín de los Santos (32) ha madurado lejos del calor de la inmediatez mediática. La noticia ya no es la fuga, sino su epílogo: su detención en una cárcel de Cuiabá, Brasil, y el complejo entramado judicial que se activó para su extradición. Lo que comenzó como un acto de violencia en una acomodada calle de Vitacura se ha transformado en un caso de estudio sobre las fronteras, visibles e invisibles, que definen la justicia en Chile.
El 17 de mayo, Guillermo Oyarzún, conserje de un edificio en Vitacura, fue víctima de una golpiza que le provocó la pérdida de visión en un ojo y la pérdida total del olfato. El agresor, Martín de los Santos, fue rápidamente identificado. Sin embargo, el epicentro del debate no fue solo la violencia del acto, sino su contexto geográfico y social. Vitacura no era un simple telón de fondo; para muchos, representaba el escenario donde las reglas parecían distintas.
La percepción de una justicia desigual se cristalizó con las medidas cautelares iniciales: firma mensual y arraigo nacional. La frase de la esposa de la víctima, difundida por medios como BioBioChile, resonó con fuerza en la opinión pública: “Si mi marido hubiera golpeado a uno de allá de Vitacura, les aseguro que mi marido estaría detenido (...) Porque ellos sí pueden hacer lo que quieren (...) y siempre va a haber una mamita y un papito detrás que lo van a estar salvando”. Esta declaración encapsuló el sentir de una parte de la ciudadanía que veía en el caso un reflejo de una histórica desigualdad.
El caso se complejizó cuando la defensa de De los Santos presentó una narrativa alternativa. Lejos de ser un agresor premeditado, lo describieron como una víctima. Su versión, detallada en una querella, sostenía que horas antes del ataque a Oyarzún, habría sido drogado en un club nocturno del mismo sector, donde le hicieron gastar una suma desproporcionada de dinero. Al reaccionar, habría sido golpeado por la seguridad del local.
Según esta defensa, De los Santos huyó en un estado de “sumisión química”, desorientado y pidiendo ayuda, hasta que se encontró con el conserje en un “contexto absolutamente confuso y lamentable”. A esto se sumó la denuncia de una segunda golpiza sufrida por De los Santos a las afueras del Centro de Justicia tras su primera audiencia, que le dejó fracturas costales. Esta contra-narrativa no busca la absolución mediática, sino que instala una disonancia: ¿puede una persona ser víctima y victimario a la vez? ¿atenúa su estado su responsabilidad penal?
El punto de inflexión fue la fuga. El 19 de junio, cuatro días antes de que la Corte de Apelaciones revocara las cautelares iniciales y decretara su prisión preventiva, De los Santos salió de Chile con destino a Brasil. Asistió a la audiencia de forma telemática, asegurando estar en Pichilemu, en una maniobra que fue calificada de burla al sistema.
La facilidad con que eludió el arraigo nacional desató una tormenta. El abogado y experto Alberto Precht explicó en su momento a Página 7 que la falla pudo deberse a un retraso en la actualización de la orden en los sistemas policiales o al uso de un paso no habilitado. Independientemente de la causa, el hecho confirmó para muchos la sospecha de que el privilegio no solo se manifiesta en la influencia, sino en la capacidad material de evadir la justicia.
Tras una alerta roja de Interpol, De los Santos fue capturado el 2 de julio en Cuiabá. Su imagen, rapado y bajo custodia, contrastaba con la del joven empresario que había desafiado a la justicia chilena. Reportes desde Brasil, como los de Informador Chile, describen a un detenido psicológicamente inestable, aislado del resto de la población penal por su “temperamento”, y que clama por ayuda y el respeto a sus derechos humanos.
Mientras tanto, en Chile, la maquinaria judicial ha avanzado. La Corte de Apelaciones de Santiago acogió la solicitud de extradición, un proceso que ahora depende de la diplomacia y de los tiempos de la justicia brasileña. Para Guillermo Oyarzún y su familia, la captura es un paso necesario, pero la recuperación física y emocional es un camino mucho más largo y personal.
El caso de Martín de los Santos ya no es solo un expediente judicial. Es una narrativa resuelta en su primera fase —la del fugitivo— pero abierta en sus implicancias más profundas. Ha obligado a la sociedad chilena a mirarse en un espejo incómodo, uno que refleja las fallas de sus instituciones y la persistente geografía de la desigualdad que, a veces, un solo acto de violencia puede desnudar por completo.