A más de dos meses del fallecimiento del Papa Francisco, el eco de las campanas fúnebres ha dado paso a un silencio expectante en Roma. La conmoción inicial se ha transformado en un profundo análisis sobre el legado de Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano, y la crucial encrucijada que enfrenta la Iglesia Católica. El período de Sede Vacante no es solo un interludio protocolario; es un campo de batalla ideológico donde se debate el futuro de una institución marcada indeleblemente por un papado que rompió moldes y generó tanto fervor como resistencia.
El legado de Francisco es, ante todo, una narrativa de disonancias. Su pontificado será recordado por gestos de una enorme carga simbólica: desde su elección del nombre en honor al santo de los pobres, hasta su decisión de que un grupo de migrantes y personas en situación de calle tuviera un lugar de honor en su propio funeral. Esta fue la rúbrica final de un papado enfocado en las “periferias existenciales”, un mensaje que resonó con fuerza en sectores progresistas y en el Sur Global.
Sin embargo, esta misma vocación generó fricciones. En Europa, las reacciones a su muerte dibujaron un mapa político preciso. Mientras el presidente francés, Emmanuel Macron, lo despidió como un “gran líder espiritual” y la izquierda celebró su encíclica ecologista Laudato si', la ultraderecha mostró un respeto calculado. Éric Zemmour, líder de Reconquista, admitió que para algunos católicos su pontificado fue “una prueba de fe”, una crítica velada a su postura sobre la migración y las aperturas doctrinales. Esta tensión no fue exclusiva de Francia; figuras como el vicepresidente estadounidense JD Vance, quien se reunió con el Papa horas antes de su muerte, optaron por un homenaje diplomático, elogiando al “gran pastor” y evitando las controversias políticas que marcaron la relación de Francisco con la administración Trump.
Incluso figuras geopolíticamente antagónicas como Vladímir Putin lo elogiaron como un “defensor del humanismo”, a pesar de que los intentos de mediación del Papa en el conflicto con Ucrania fueron a menudo criticados por Kiev, especialmente su polémico llamado a “izar una bandera blanca”.
Para Chile, el legado de Francisco tiene un significado particular y doloroso, intrínsecamente ligado a su visita de 2018. Como señaló el historiador Raimundo Meneghello, la comparación con la visita de Juan Pablo II en 1987 es reveladora. Mientras Wojtyla llegó a un país bajo dictadura para respaldar a una Iglesia que era un bastión de los derechos humanos, Bergoglio aterrizó en una sociedad democrática pero secularizada, y en medio de la peor crisis de credibilidad de la Iglesia chilena por los abusos sexuales.
Su defensa inicial del obispo Juan Barros fue un catalizador que transformó la visita en un fracaso pastoral visible, con actos de convocatoria mediocre. No obstante, ese momento crítico se convirtió en un punto de inflexión. La reacción posterior del Papa —enviando a Monseñor Scicluna, pidiendo perdón y forzando la renuncia en bloque del episcopado chileno— inició una purga y un proceso de renovación sin precedentes. Así, para Chile, el legado de Francisco es el de un líder que, tras un grave error, tuvo la capacidad de enmendar y forzar una dolorosa pero necesaria catarsis institucional.
Con los ritos funerarios concluidos —marcados por la sencillez que el propio Francisco dispuso, en contraste con la pompa histórica e incluso con desastres como el embalsamamiento fallido de Pío XII en 1958—, la atención se centra en la Capilla Sixtina. El próximo Cónclave es quizás uno de los más impredecibles de la historia moderna. La gran pregunta que los cardenales, muchos de ellos nombrados por el propio Francisco, deben responder es si la Iglesia necesita un “Francisco II” que profundice las reformas, un pontífice de síntesis que busque sanar las divisiones, o una figura que represente un retorno a una mayor ortodoxia doctrinal.
El mundo, católico y no católico, observa. El interés popular en el proceso se vio reflejado incluso en el resurgimiento de la película “Cónclave”, un thriller que ficcionaliza las intrigas vaticanas. Más allá de la ficción, la realidad es que la elección del sucesor de Pedro definirá si el camino de una Iglesia más sinodal, pastoral y enfocada en los pobres fue un capítulo singular o el prólogo de una nueva era. El silencio en Roma es, en verdad, el preludio de una decisión que resonará por décadas.