A mediados de junio de 2025, sin previo aviso, el espectro televisivo chileno experimentó una alteración silenciosa pero profunda. Telecanal, una estación de baja audiencia y trayectoria errática, cedió casi la totalidad de su frecuencia a Russia Today (RT), el canal internacional financiado por el Kremlin. Lo que a primera vista podría parecer una simple transacción comercial —la venta de tiempo de aire de un actor mediático en apuros— es en realidad una señal de alto voltaje que anuncia la llegada de una nueva era: una donde los conflictos geopolíticos no solo se libran en territorios lejanos, sino en la intimidad del control remoto de cada hogar chileno.
La irrupción de RT no es un hecho aislado, sino un punto de inflexión que obliga a proyectar las consecuencias a largo plazo sobre la soberanía mediática, la confianza informativa y la salud del debate público en un país ya polarizado. Más allá de la controversia inmediata, el verdadero análisis reside en los futuros que esta decisión inaugura.
En este escenario, el más probable a mediano plazo, RT se consolida como un actor de nicho permanente en el ecosistema mediático chileno. Superada la polémica inicial, el canal logra cultivar una audiencia leal, compuesta por ciudadanos desencantados con los medios tradicionales y sectores ideológicamente receptivos a una narrativa que desafía la hegemonía occidental. La estrategia no es la confrontación directa, sino la normalización gradual.
La programación combinaría noticias internacionales con el inconfundible sesgo del Kremlin, documentales culturales y, crucialmente, la incorporación paulatina de voces chilenas —analistas, políticos y activistas— que encuentran en RT una plataforma para sus discursos críticos contra el establishment. Esto desdibuja la línea entre la influencia extranjera y la disidencia local legítima.
Una alternativa plausible es que la presencia de RT actúe como un catalizador para una reforma regulatoria profunda. La presión de sectores políticos, académicos y de la sociedad civil podría escalar, llevando al Consejo Nacional de Televisión (CNTV) y al Congreso a enfrentar un dilema fundamental del siglo XXI: ¿cómo proteger el espacio informativo de la propaganda estatal extranjera sin caer en la censura?
Este escenario contempla la discusión y eventual aprobación de una nueva legislación que establezca condiciones para la retransmisión de medios de propiedad estatal de regímenes no democráticos. La normativa podría exigir, por ejemplo, cláusulas de transparencia sobre el financiamiento, la obligación de identificar claramente el origen del contenido o incluso la prohibición de emitir en señal abierta, relegándolos a plataformas de pago.
No se puede descartar un futuro donde la irrupción de RT termine siendo un evento de bajo impacto. A pesar del revuelo inicial, el canal podría no lograr superar la barrera de la indiferencia del gran público. Atrapado en la baja sintonía histórica de Telecanal y compitiendo contra gigantes del streaming y medios nacionales consolidados, RT se convertiría en un eco lejano, un gueto informativo para convencidos.
En este escenario, el acuerdo comercial se revelaría como económicamente insostenible o estratégicamente irrelevante. La falta de contenido local atractivo y la baja credibilidad de la marca RT fuera de su nicho impedirían cualquier influencia significativa en la agenda pública. El fenómeno sería recordado como una anécdota geopolítica, una prueba fallida de soft power.
El futuro más plausible es una hibridación de los escenarios 1 y 3. RT probablemente consolidará una audiencia pequeña pero ideológicamente activa, alimentando la polarización en los extremos del espectro político. Sin embargo, su capacidad para moldear el debate nacional a gran escala será limitada por la inercia del mercado y la desconfianza de la mayoría.
El verdadero legado de la "frecuencia fantasma" no será, quizás, una conversión masiva a la perspectiva del Kremlin, sino la aceleración de la fragmentación de la verdad. La existencia de realidades informativas paralelas y mutuamente excluyentes se normaliza, haciendo cada vez más difícil el diálogo democrático basado en hechos compartidos.
La llegada de RT a Chile es menos una amenaza y más un espejo. Refleja las debilidades de una regulación anacrónica, la profundidad de la desconfianza ciudadana en sus propias élites y medios, y la ingenuidad de pensar que el país es inmune a las batallas por el relato que definen el siglo XXI. La pregunta que queda flotando en el aire ya no es si se debe permitir o prohibir una señal, sino cómo una sociedad democrática se prepara para navegar un futuro donde la verdad misma está en disputa.