A principios de mayo de 2025, mientras el mundo contenía la respiración, la Fuerza Aérea India ejecutaba la “Operación Sindoor”, una serie de bombardeos sobre territorio pakistaní. Presentada por Nueva Delhi como una “acción de precisión no escalatoria” contra bases terroristas, y denunciada por Islamabad como una “atroz agresión” que costó la vida a 26 civiles, la operación fue mucho más que un capítulo en la larga y sangrienta disputa por Cachemira. Este breve pero intenso conflicto, que hemos denominado la "Guerra de los 7 Días", es una señal premonitoria, un adelanto del futuro de la guerra, la paz y la soberanía en un planeta interconectado pero crónicamente distraído.
La escalada no solo ha puesto a prueba el frágil equilibrio nuclear en el Sur Global; también ha desnudado dos dinámicas que definirán las próximas décadas: la instrumentalización del conflicto para redefinir las reglas del juego geopolítico y la consolidación de la guerra informativa como un dominio bélico en sí mismo. Quizás lo más revelador es cómo el estruendo de una crisis internacional puede generar un silencio cómplice en otros rincones del mundo, permitiendo que agendas locales de gran calado avancen sin el escrutinio público necesario.
Durante décadas, la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD) actuó como un corsé, impidiendo que las tensiones entre India y Pakistán derivaran en una guerra total. La posesión de arsenales nucleares era la garantía última de que ningún bando cruzaría la línea roja. La "Guerra de los 7 Días" sugiere que este contrato implícito se ha roto. Lo que estamos presenciando es el surgimiento de una nueva doctrina: la escalada calibrada.
Ambas naciones parecen operar bajo la premisa de que es posible llevar a cabo acciones militares significativas —bombardeos, incursiones limitadas, derribo de drones— siempre que se mantengan por debajo de un umbral teóricamente no nuclear. India, al calificar su operación de “mesurada”, y Pakistán, al prometer una respuesta “en el momento que elijamos”, están jugando un juego peligrosísimo de sondeo de límites. El principal factor de incertidumbre ya no es si habrá conflicto, sino cuánto conflicto puede tolerar el sistema antes del colapso. Este precedente es observado con atención por otras potencias nucleares y aspirantes, desde Teherán hasta Pyongyang, que podrían interpretar que los ataques convencionales limitados son ahora una herramienta aceptable en su arsenal estratégico.
Antes de que cayeran las primeras bombas, India lanzó una ofensiva en otro frente: el informativo. El bloqueo de los principales medios de comunicación y cuentas de redes sociales pakistaníes bajo el argumento de combatir “narrativas falsas” no fue una medida accesoria, sino un movimiento estratégico central. Se trata de una declaración de intenciones sobre la conquista de la soberanía informativa: la capacidad de un Estado para controlar el flujo de información dentro de sus fronteras y proyectar su propia narrativa como la única versión legítima de los hechos.
Este episodio proyecta un futuro en el que los conflictos armados serán inseparables de las guerras de percepción. El control del espectro digital, la censura selectiva y la manipulación de las plataformas tecnológicas (que, al acatar las “demandas legales” de un país, se convierten en actores del conflicto) serán tan decisivos como la superioridad aérea. El punto de inflexión crítico será la respuesta de las grandes corporaciones tecnológicas: ¿mantendrán una postura de neutralidad o se convertirán, de facto, en extensiones de los aparatos de seguridad nacional de las potencias dominantes?
Mientras los titulares globales se llenaban con el fantasma de la guerra nuclear, en Chile, a miles de kilómetros, una noticia de enorme impacto local pasaba casi desapercibida. La pesquera Landes interponía la primera gran acción judicial contra el Estado por la nueva ley de pesca, un conflicto que redefine la propiedad sobre los recursos marítimos del país. Este hecho, que en otro contexto habría abierto un intenso debate nacional, quedó opacado por la economía de la atención global.
Este fenómeno no es una conspiración, sino una característica sistémica de nuestra era. La amenaza espectacular de una guerra atómica satura el ancho de banda cognitivo del público y de los medios, creando un vacío narrativo que es aprovechado, consciente o inconscientemente, por actores con agendas propias. El riesgo mayor de esta dinámica es la erosión de la rendición de cuentas democrática. Si la atención ciudadana es un recurso finito y constantemente secuestrado por crisis lejanas, ¿quién vigila las decisiones cruciales que se toman en casa? La soberanía no solo se disputa en las fronteras físicas o digitales, sino también en el limitado espacio de la conciencia pública.
La trayectoria de esta crisis apunta a tres futuros plausibles, cada uno con sus propios riesgos y oportunidades latentes:
La crisis entre India y Pakistán es, en última instancia, un espejo. Refleja un orden mundial donde las viejas certezas se desvanecen y las nuevas reglas se escriben con una mezcla de misiles, propaganda y algoritmos. El desafío para los ciudadanos reflexivos no es solo entender la geopolítica de un conflicto lejano, sino reconocer cómo su estruendo moldea el silencio en su propia realidad, invitándonos a cuestionar no solo qué noticias consumimos, sino cuáles estamos dejando de ver.