Un sicario de alta peligrosidad camina libre. No forzó barrotes ni escaló muros; salió por la puerta principal de un recinto penitenciario amparado por una orden judicial. Lo que inicialmente fue reportado como un "error administrativo" —una secuencia fatal de oficios electrónicos emitidos, anulados y corregidos en un lapso de apenas once minutos— ha madurado para convertirse en una radiografía de las vulnerabilidades críticas del Estado chileno. El caso de Alberto Mejía Hernández, alias Osmar Ferrer, trasciende la anécdota criminal para instalarse como un símbolo de la fragilidad institucional en la era del crimen organizado 2.0.
El evento no es solo la historia de una fuga, sino la crónica de un sistema cuya infraestructura digital y protocolos de comunicación fallaron en el momento más crítico. La cadena de responsabilidades se diluye entre el Poder Judicial, que defiende la existencia de una orden de detención final y correcta, y Gendarmería, que afirma haber cumplido con el último oficio que recibió: el de liberación. Esta fractura en la coordinación expone una deuda tecnológica y procedimental que el Estado arrastra, una vulnerabilidad que el crimen organizado, con sus vastos recursos, está preparado para explotar, ya sea por negligencia o por corrupción.
La reacción política no se hizo esperar, trazando de inmediato las líneas de batalla para los futuros debates sobre seguridad. Desde la oposición, la candidata presidencial Evelyn Matthei capitalizó el desconcierto para exigir la convocatoria del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), elevando el incidente a una cuestión de "seguridad nacional" y denunciando la infiltración del narcotráfico en las instituciones. Esta narrativa resuena con un sector de la ciudadanía que, atemorizado, demanda respuestas contundentes y un liderazgo de mano dura.
En la vereda opuesta, las instituciones aludidas y el oficialismo intentan contener la crisis en el marco de una falla que requiere reformas técnicas y mayor control, evitando una escalada que podría erosionar garantías fundamentales. La suspensión de la jueza Irene Rodríguez es un movimiento en esta dirección: una búsqueda de responsabilidad individual que, sin embargo, no resuelve la pregunta de fondo sobre la resiliencia del sistema en su conjunto. Mientras tanto, desde las regiones, la voz del gobernador de Arica resuena con un diagnóstico aún más sombrío: un "Estado fallido" en la frontera, donde la falta de recursos, coordinación y atribuciones deja el territorio a merced de lógicas criminales.
Estas tensiones configuran tres escenarios probables para el futuro de la justicia y la seguridad en Chile.
Impulsado por la presión ciudadana y el oportunismo político, este futuro ve una aceleración de la agenda de seguridad punitiva. La narrativa de la infiltración se impone, justificando reformas legales que otorgan mayores facultades a las policías y a las Fuerzas Armadas en tareas de orden interno y control fronterizo. Se invierte masivamente en tecnología de vigilancia y se crean unidades de "asuntos internos" con poderes excepcionales para investigar la corrupción en el Poder Judicial y Gendarmería.
En este escenario, el impulso reformista inicial se disipa en un laberinto de investigaciones administrativas y disputas políticas. El sumario contra la jueza se alarga, el diagnóstico del sistema penal ordenado por la Corte Suprema produce un informe técnico de bajo impacto y las responsabilidades se diluyen. La culpa se externaliza, ya sea hacia un funcionario de bajo rango o hacia la inevitable "falla del sistema".
Menos probable pero no imposible, este escenario emerge si la crisis es interpretada por una masa crítica de actores políticos y sociales como una oportunidad ineludible para modernizar el Estado. El foco se desplaza del castigo a la prevención, y de la culpa individual a la responsabilidad sistémica. Se impulsa una reforma profunda a la interoperabilidad de los sistemas informáticos del Estado, creando una plataforma única y trazable para todo el ciclo penal, desde la detención hasta el cumplimiento de la condena.
La celda vacía que dejó Alberto Mejía Hernández es más que un espacio físico; es un vacío simbólico en el contrato social. Representa la fuga de la confianza, el bien más preciado y frágil que cohesiona a una sociedad. El camino que Chile tome a partir de este punto de quiebre definirá la naturaleza de su Estado y su democracia en la próxima década. La disyuntiva no es simplemente entre orden y caos, sino entre un poder que se atrinchera en la fuerza y uno que se legitima a través de su capacidad para garantizar justicia de manera eficaz y transparente para todos.