El anuncio del cierre del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, más que el fin de una cárcel, representa la apertura de una encrucijada para el futuro de la justicia y la memoria en Chile. La decisión, materializada a mediados de 2025, no clausura un debate; por el contrario, lo reactiva y lo proyecta hacia el centro de la arena política y social. Lo que está en juego tras los muros de este recinto no es solo el destino de un puñado de reclusos condenados por crímenes de lesa humanidad, sino la vigencia y el significado del contrato social que Chile ha intentado construir en torno a su pasado reciente. Las señales actuales, desde polémicas por la venta de memorabilia de la dictadura hasta los cálculos electorales de los principales actores políticos, sugieren que el país se adentra en un territorio de futuros en disputa.
Una de las trayectorias más probables es la judicialización de la medida. Los argumentos esgrimidos por la defensa de los internos, centrados en su perfil etario-sanitario y en las condiciones de seguridad del penal, anuncian una batalla legal prolongada. Este escenario trasladaría el debate desde el Ejecutivo al Poder Judicial, forzando a los tribunales a ponderar dos principios en colisión: la igualdad ante la ley y el cumplimiento de las penas para crímenes que el derecho internacional considera imprescriptibles, versus un argumento humanitario basado en la edad avanzada y el estado de salud de los condenados.
El punto de inflexión crítico aquí será la jurisprudencia que establezcan las cortes. ¿Se creará un precedente para la reclusión domiciliaria o beneficios carcelarios para violadores de derechos humanos por razones de edad? Una decisión en esa línea podría ser interpretada por las organizaciones de víctimas como una forma de impunidad de facto, mientras que sus defensores la enmarcarían como un acto de compasión y un estándar aplicable a toda la población penal. Este camino no solo dilataría el cierre efectivo, sino que redefiniría los límites de la justicia transicional, abriendo una puerta que futuros gobiernos podrían ensanchar o cerrar definitivamente.
El fin de Punta Peuco ya se ha instalado como un campo de batalla definitorio para el próximo ciclo electoral. Las reacciones de los principales candidatos presidenciales dibujan visiones de futuro antagónicas.
- La visión de la consolidación igualitaria: Para el oficialismo y los sectores de centro-izquierda, el cierre es la materialización de una promesa de campaña y un acto de coherencia con el principio de que no deben existir privilegios. El futuro proyectado desde esta vereda es uno donde el Estado salda activamente sus deudas simbólicas, reforzando la idea de que la justicia, aunque tardía, debe ser igual para todos. La apuesta es que una mayoría ciudadana respalda este fin de las excepcionalidades.
- La visión de la reversión pragmática: La candidata de la derecha tradicional, Evelyn Matthei, ha calificado la medida como un acto que "reabre heridas" y ha asegurado que "no cuesta nada revertirlo". Esta postura proyecta un futuro donde la "unidad nacional" y el "dar vuelta la página" se priorizan sobre lo que se considera una política de memoria divisiva. El temor subyacente es la alienación de su base electoral más dura y de la familia militar. Su estrategia parece ser la de congelar el tema, prometiendo una restauración del statu quo si llega al poder.
- La visión del indulto estratégico: Una tercera vía, más sofisticada, es la que articula el candidato del Partido Republicano, José Antonio Kast. Al no descartar indultos por razones "humanitarias", desplaza el eje de la discusión. Ya no se trata de una defensa ideológica del régimen militar, sino de un pragmatismo compasivo que podría resonar en sectores más amplios de la población. Este enfoque proyecta un futuro preocupante para la independencia judicial: un Ejecutivo que se arroga la facultad de revisar y conmutar sentencias por crímenes de lesa humanidad, basándose en criterios discrecionales. Esta narrativa se acopla peligrosamente con el anhelo de un liderazgo fuerte y decidido, reflejado en las encuestas que muestran una preferencia por un estilo de gobierno como el de Nayib Bukele.
A largo plazo, el escenario más transformador es aquel donde la controversia sobre Punta Peuco cataliza un cambio en el imaginario colectivo sobre la justicia. La polémica no ocurre en un vacío. Coexiste con una crisis de seguridad pública que domina las preocupaciones ciudadanas. La demanda por "orden" y mano dura contra la delincuencia actual podría, gradualmente, relativizar la gravedad de los crímenes del pasado, especialmente si estos fueron cometidos bajo la promesa de restaurar el orden.
El riesgo latente es que el consenso social en torno al "Nunca Más", pilar de la post-dictadura, se erosione no por un negacionismo explícito, sino por un agotamiento de la memoria frente a las urgencias del presente. Si la justicia para los crímenes de ayer comienza a ser percibida como una distracción o, peor aún, como un obstáculo para la seguridad de hoy, el contrato sobre los derechos humanos podría ser reescrito de manera implícita. El futuro, en este caso, sería uno de polarización cronológica, donde la sociedad se divide entre quienes exigen justicia por el pasado y quienes demandan seguridad para el futuro, sin lograr conectar que ambos anhelos son inseparables en una democracia robusta.
El cierre de Punta Peuco, por tanto, es mucho más que una decisión administrativa. Es un espejo que refleja las tensiones no resueltas de Chile. La llave que cierra esa puerta abre, a su vez, múltiples futuros posibles. Cuál de ellos se materializará dependerá de las decisiones judiciales, del resultado electoral y, en última instancia, de la capacidad de la sociedad chilena para sostener una conversación compleja sobre la justicia, la memoria y el tipo de país que aspira a ser.