La declaración de culpabilidad de Ovidio Guzmán López en una corte de Chicago en julio de 2025 no fue el capítulo final en la saga del Cártel de Sinaloa; fue el prólogo de una era distinta. Este evento, sumado a la captura de Ismael “El Mayo” Zambada un año antes —producto de una presunta traición de sus propios socios—, simboliza la ruptura de un contrato de linaje que gobernó el hampa mexicano durante décadas. La herencia de sangre y la lealtad patriarcal, pilares del poder de los grandes capos, han sido reemplazadas por una lógica más fría, eficiente y corporativa. Lo que emerge de estas ruinas no es la paz, sino la reconfiguración del conflicto y del poder criminal en América Latina.
La caída de las figuras icónicas, lejos de desmantelar el crimen organizado, ha acelerado su evolución. Estamos presenciando la transición desde estructuras jerárquicas y familiares hacia un ecosistema de redes descentralizadas, alianzas flexibles y una violencia cada vez más especializada. Analizar las señales actuales nos permite proyectar tres escenarios interconectados que definirán el futuro de la seguridad y la gobernanza en la región.
La guerra interna que desangra Sinaloa desde 2024 entre la facción de “Los Chapitos” y los leales a “El Mayo” es la manifestación más visible del colapso del viejo orden. Sin embargo, la respuesta de los hijos de Guzmán Loera a esta crisis revela la nueva lógica del mercado: en lugar de una guerra total de desgaste, optaron por una fusión estratégica con su principal competidor, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Esta alianza, confirmada por la DEA, no se basa en la cultura o el territorio, sino en la sinergia empresarial: unir el know-how y las rutas de los Chapitos en el tráfico de fentanilo con la expansión y fuerza militar del CJNG.
Este movimiento proyecta un futuro donde las organizaciones criminales operarán cada vez más como multinacionales. Las lealtades serán transaccionales y las alianzas, temporales, diseñadas para optimizar cadenas de suministro y maximizar ganancias en mercados específicos, principalmente el de las drogas sintéticas. A mediano plazo, podríamos ver una consolidación del poder en mega-consorcios criminales que dominen el mercado global.
Sin embargo, este escenario de consolidación tiene un contrapunto de alta incertidumbre: la balcanización. Estas mega-alianzas son inherentemente inestables. La misma lógica pragmática que las crea puede disolverlas a través de nuevas traiciones. El futuro podría estar marcado por una oscilación constante entre la concentración del poder en pocas manos y la fragmentación violenta en decenas de grupos más pequeños y ágiles, compitiendo ferozmente por nodos logísticos y mercados locales. La disputa por Badiraguato, cuna de los Guzmán, por parte de las fuerzas de “Mayito Flaco” Zambada, es una señal de que ningún territorio es sagrado y ninguna alianza es permanente.
La hegemonía del fentanilo y las metanfetaminas está redibujando el mapa y la naturaleza del negocio. A diferencia de la cocaína o la heroína, las drogas sintéticas no requieren el control de vastas extensiones agrícolas en la selva colombiana o las montañas mexicanas. La materia prima son precursores químicos, y la producción se realiza en laboratorios pequeños y móviles. Este cambio de paradigma democratiza y tecnifica la producción.
El poder ya no reside en el control de la tierra, sino en el dominio de la logística, la química y las finanzas. Esto implica una transformación en el capital humano del crimen. Se necesitan menos campesinos y más químicos, ingenieros logísticos y operadores financieros. La violencia también se transforma: se vuelve un servicio especializado y subcontratado. El reclutamiento de exmilitares colombianos por parte de cárteles mexicanos, como documentan análisis recientes, es un indicador clave de esta tendencia hacia la violencia corporativa. Los grupos criminales contratan mercenarios no solo por su letalidad, sino por su capacidad de entrenamiento y sofisticación táctica, tratando la violencia como una línea de negocio más.
En el futuro, la capacidad de un grupo para ejercer la violencia no dependerá de su número de sicarios, sino de su capacidad para contratar a los “mejores” proveedores de servicios de seguridad (o inseguridad) en un mercado globalizado de mercenarios.
El caso de Hernán Bermúdez, alias “Comandante H” —un alto jefe policial en Tabasco que actuaba simultáneamente como líder de una célula del CJNG—, es un arquetipo del futuro de la relación entre el Estado y el crimen. Ya no se trata solo de corrupción o de la cooptación de funcionarios. Estamos entrando en una fase de fusión, donde las estructuras estatales y criminales se vuelven indistinguibles.
Esto da lugar al fenómeno de la soberanía fragmentada: territorios donde la autoridad formal del Estado coexiste con, o es suplantada por, el poder de facto de estas entidades híbridas. La violencia que ejercen no es solo para controlar una “plaza”, sino para administrar un territorio como un feudo, controlando no solo las economías ilícitas, sino también las lícitas, a través de la extorsión, el control de precios y la asignación de contratos. La violencia se vuelve una herramienta de gobernanza criminal.
A largo plazo, esto representa el riesgo más profundo. La lucha ya no es contra una organización externa, sino contra un sistema simbiótico que opera desde dentro del propio aparato estatal. Para los ciudadanos que viven en estas zonas, la línea entre protector y depredador se borra por completo, generando una crisis de legitimidad y confianza de la que es muy difícil recuperarse.
La caída de los grandes capos no ha traído la paz, sino una metamorfosis del monstruo. El futuro del crimen organizado en América Latina se perfila como un ecosistema más complejo, descentralizado y sistémicamente integrado a la economía y al Estado. El fin del contrato de linaje ha dado paso a un contrato de mercado, donde la eficiencia, la adaptabilidad y la capacidad de gestionar redes complejas son las nuevas claves del poder. Enfrentar este nuevo paradigma requerirá abandonar las viejas estrategias centradas en la captura de líderes y adoptar un enfoque igualmente sofisticado, enfocado en desarticular las redes logísticas, financieras y políticas que sustentan a estas nuevas corporaciones criminales. La pregunta que queda abierta es si las instituciones estatales podrán adaptarse antes de ser completamente devoradas desde adentro.