El caso de Martín de los Santos Lehmann trascendió rápidamente las páginas policiales para convertirse en un fenómeno cultural y un test de estrés para el sistema judicial chileno. No estamos ante una simple historia de un crimen, una fuga y una captura. Lo que presenciamos fue la inauguración de una nueva forma de impunidad performática, donde el capital económico y el dominio de la narrativa digital se fusionaron para desafiar al Estado. La agresión a un conserje en Vitacura fue el detonante, pero la secuencia posterior —la fuga a Brasil, las apariciones telemáticas desafiantes desde un hotel, y las comunicaciones a través de redes sociales y medios— constituyó el verdadero nudo gordiano del asunto.
De los Santos no se escondió en las sombras; por el contrario, se ubicó bajo los focos. Su participación en la audiencia judicial vía Zoom, fumando y tomando mate mientras increpaba a la jueza, no fue un acto de nerviosismo, sino una declaración de principios: una performance de desacato que se sabía observada. Al anunciar un live en Instagram y justificarlo por el “desfase horario del país donde me encuentro”, transformó su condición de prófugo en la de un influencer exiliado. Este acto deliberado de convertir la evasión en contenido mediático proyecta un futuro donde los límites entre el proceso penal y el espectáculo se vuelven peligrosamente porosos. La pregunta que queda suspendida es: ¿cuántos otros, con recursos similares, tomarán nota de este manual de desafío público?
La respuesta institucional a la saga de los Santos inevitablemente reconfigurará los procedimientos judiciales. El primer impacto se sentirá en la gestión de las audiencias telemáticas. La confianza inicial en la tecnología como herramienta de eficiencia se ha visto perforada. Es altamente probable que veamos la implementación de un “Protocolo de los Santos” no oficial, donde la presencialidad se vuelva obligatoria para la formalización de imputados en delitos graves o con perfiles de alto riesgo de fuga, independientemente de su ubicación declarada. La facilidad con la que De los Santos simuló estar en Pichilemu mientras se encontraba en el extranjero es una lección que el Poder Judicial no podrá ignorar.
En segundo lugar, se proyecta un cambio en la estrategia del Ministerio Público respecto a las medidas cautelares. La no solicitud inicial de arraigo nacional en este caso será vista retrospectivamente como un error crítico. A futuro, es previsible una mayor agresividad fiscal para solicitar arraigo nacional y prisión preventiva en casos que involucren a imputados con medios económicos suficientes para salir del país, incluso si los delitos no son de la máxima gravedad. Esto podría generar una tensión: por un lado, se busca evitar nuevas fugas espectaculares; por otro, se corre el riesgo de aplicar un criterio de clase inverso, donde la posesión de recursos se convierta, per se, en un factor de sospecha para aplicar las medidas más gravosas. La justicia, en su intento por corregir una falla, podría generar nuevas distorsiones.
El efecto más profundo y duradero del caso de los Santos no es judicial, sino social. Su historia, amplificada por los medios, solidifica en el imaginario colectivo la percepción de una justicia de dos velocidades. Una para el ciudadano común, sujeta a los rigores del procedimiento estándar, y otra para una élite que puede comprar tiempo, contratar defensas de alto calibre, y utilizar las fronteras y la tecnología como escudos. La renuncia de su primer abogado por “diferencias irreconciliables” y su posterior queja desde Brasil por no poder designar un nuevo defensor telemáticamente, no fue leída por la ciudadanía como un problema procesal, sino como la arrogancia de quien se siente por encima de las reglas que aplican al resto.
Este precedente crea un peligroso ciclo de retroalimentación. La desconfianza ciudadana en la igualdad ante la ley se profundiza, alimentando el cinismo y la apatía. A su vez, futuros individuos en situaciones similares se sentirán envalentonados por el “éxito” mediático y la demora judicial lograda por De los Santos. Su confrontación con el juez brasileño, argumentando la vulneración de sus derechos mientras citaba su influencia en Instagram, es el epítome de esta nueva realidad: el capital simbólico (seguidores, estatus) se esgrime como un argumento legal. Si este modelo se replica, no estaremos frente a crisis judiciales aisladas, sino ante la normalización de un sistema donde la ley es un obstáculo a negociar, no un mandato a obedecer. El contrato social se resquebraja no por el crimen inicial, sino por el espectáculo de privilegio que le siguió.