Lo que ocurrió en Texas a principios de julio no fue simplemente una inundación. Fue el ensayo general de un futuro que ya está aquí. Cuando las aguas del río Guadalupe subieron casi nueve metros en menos de una hora, no solo arrastraron casas, vehículos y vidas; también demolieron el viejo contrato social entre el Estado, el territorio y sus ciudadanos. La tragedia, que dejó más de un centenar de muertos y una estela de desaparecidos, se convirtió en un laboratorio a escala real donde se midió el punto de quiebre de las instituciones, la resiliencia de las comunidades y, sobre todo, se trazó un nuevo mapa: el de la geografía del sacrificio.
La señal de futuro es clara: ante la intensificación de los eventos climáticos extremos, la supervivencia dejará de ser un derecho garantizado para convertirse en una variable dependiente del código postal, la capacidad de presión política y la eficiencia de redes de auto-protección que operan al margen de un Estado sobrepasado. El diluvio de Texas expuso las grietas de un sistema que no estaba preparado, a pesar de las advertencias. La pregunta que queda flotando sobre los escombros no es si volverá a ocurrir, sino qué modelo de sociedad emergerá de estas crisis recurrentes.
Una de las trayectorias más probables que se dibuja tras la catástrofe es la de una resiliencia centralizada y excluyente. En este futuro, la respuesta política y económica se concentra en proteger los activos de alto valor. Grandes centros urbanos, corredores industriales y comunidades con influencia política recibirán inversiones masivas en infraestructura de vanguardia: sistemas de alerta temprana predictivos basados en IA, diques inteligentes y planes de evacuación financiados con fondos federales. Serán fortalezas climáticas.
Sin embargo, esta protección tendrá un costo que no se medirá solo en dólares. Territorios como el condado de Kerr —rurales, con menor peso demográfico y con una base de contribuyentes reacia a la inversión pública, como admitió su propio juez, Rob Kelly— quedarán fuera de este paraguas de seguridad. Se convertirán en zonas de sacrificio designadas, territorios donde el riesgo es aceptado como un daño colateral inevitable. En este escenario, el heroísmo de las monitoras mexicanas que salvaron a 20 niñas o del padre que alertó a sus vecinos antes de perder a sus propias hijas no son anécdotas inspiradoras, sino la evidencia de la privatización del rescate. El Estado se retira y la vida depende de la valentía y la suerte individuales. La crítica del senador Chuck Schumer a las vacantes en el Servicio Meteorológico Nacional (NWS) bajo la administración Trump apunta directamente a este modelo: el debilitamiento deliberado de la capacidad pública de cuidado.
Una trayectoria alternativa, aunque no necesariamente más optimista, emerge del colapso de la confianza. La percepción de que "nadie sabía que este tipo de inundación venía", como declaró el juez Kelly, a pesar de las alertas del NWS, genera un profundo escepticismo hacia las autoridades. En este futuro, las comunidades deciden que no pueden esperar a ser salvadas.
Nace así una forma de soberanía climática local. Los vecinos organizan sus propios sistemas de monitoreo de ríos, redes de comunicación por WhatsApp o radio, y brigadas de respuesta rápida. El viejo sistema de "cadena de llamadas" entre campamentos que existía en el río Guadalupe se tecnifica y formaliza. Se promueven códigos de construcción adaptativos y se presiona por una rezonificación que aleje las viviendas de las llanuras de inundación. Este modelo de archipiélago de comunidades resilientes fomenta la cohesión social y la innovación desde la base.
El riesgo de este escenario es la fragmentación y la inequidad. Las comunidades con más recursos, capital social y organización lograrán adaptarse, mientras que las más desestructuradas o pobres quedarán aún más expuestas. Se podría generar una competencia feroz por los recursos de adaptación y una desconfianza sistémica que dificulte la coordinación a gran escala, indispensable para enfrentar amenazas climáticas que no respetan fronteras locales.
Texas se encuentra en una encrucijada. Las decisiones que se tomen en los próximos meses —cómo se asignarán los fondos de reconstrucción, si se condicionarán a nuevas normativas de uso de suelo, si se invertirá en fortalecer el NWS o se seguirá la hoja de ruta del Proyecto 2025 que busca desmantelarlo— determinarán cuál de estos futuros se impondrá.
La tragedia de 1987, cuando diez adolescentes murieron en una inundación similar cerca de Comfort, no fue una lección suficiente. Se debatió la creación de sistemas de alerta, pero finalmente se hizo poco. El ciclo de desastre, luto y olvido se repitió, pero a una escala mucho mayor.
El diluvio de 2025 ha puesto sobre la mesa un nuevo contrato social, uno que se escribe con agua y lodo. La pregunta fundamental que deja no es para los texanos, sino para todos: ¿estamos dispuestos a aceptar una sociedad donde la seguridad ante la furia del clima se convierte en un privilegio, o estamos listos para rediseñar nuestras comunidades asumiendo que el Estado protector del siglo XX ya no existe?