Han pasado más de sesenta días desde que la imagen de dos muñecos colgados frente al Palacio de La Moneda sacudió el debate público. Lo que comenzó como una acción de protesta en la marcha del Día del Trabajador, y que fue amplificado por una publicación fugaz en redes sociales, ha madurado hasta convertirse en un caso de estudio sobre la temperatura de la democracia chilena. El evento trascendió la anécdota para instalarse como un síntoma de la polarización y un catalizador de discusiones incómodas sobre la violencia, la memoria y los límites del discurso en un año pre-electoral. Hoy, la pregunta ya no es solo sobre quién colgó los muñecos, sino qué fisuras revelaron en el proceso.
El 1 de mayo de 2025, dos efigies con los rostros de los candidatos presidenciales José Antonio Kast (Partido Republicano) y Johannes Kaiser (Partido Nacional Libertario) aparecieron colgadas de los tobillos en un paradero de la Alameda, en Santiago. Las figuras portaban brazaletes con esvásticas y emulaban explícitamente la ejecución pública del dictador fascista Benito Mussolini y sus seguidores en Milán en 1945. La imagen fue difundida como una "historia" de Instagram por la cuenta de las Juventudes Comunistas (JJCC) de Santiago, musicalizada con el himno del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Aunque fue eliminada en menos de 24 horas, la captura de pantalla ya se había viralizado, detonando una tormenta política inmediata.
La reacción fue inmediata y abarcó todo el espectro político, aunque con matices que evidenciaron las distintas trincheras ideológicas.
La declaración más compleja provino de la Dirección Nacional de las Juventudes Comunistas. En un comunicado, tomaron distancia del acto ("la difusión de dichas imágenes no corresponden a los canales de comunicación oficial"), pero inmediatamente pivotaron el argumento. Recordaron su propia historia como víctimas de "persecuciones y exterminio", afirmando: "Nuestra propuesta para combatir al fascismo no es el exterminio, porque a diferencia de estos adversarios, lo nuestro es el debate de ideas, no la desaparición forzada ni la ejecución política".
Este movimiento discursivo es clave: sin avalar el método, lo resignificaron como una respuesta —aunque desproporcionada para muchos— a discursos que, según ellos, relativizan las violaciones a los derechos humanos. De esta forma, la JJCC transformó una defensa en una contraofensiva política, pidiendo a quienes condenaban los muñecos que también condenaran el "negacionismo".
El episodio obliga a una reflexión más profunda. ¿Fue un acto de sátira política, en la tradición de quemar efigies de personajes públicos, o una amenaza velada que cruzó una línea roja? La respuesta depende del cristal con que se mire.
Para un sector, la referencia a un linchamiento y la asociación con el nazismo constituye una incitación al odio intolerable en una democracia. Para otro, es una hipérbole visual que busca denunciar lo que consideran el avance de ideas de ultraderecha, utilizando un lenguaje simbólico de la lucha antifascista histórica.
El incidente no es un hecho aislado. Ocurre en un contexto de creciente polarización, donde la memoria histórica no es un terreno de consenso, sino un campo de batalla. La dictadura de Pinochet, el estallido social y los debates constitucionales han dejado un lenguaje político cargado de acusaciones cruzadas de "fascismo" y "comunismo", a menudo vaciadas de su rigor histórico pero llenas de poder emocional.
El tema no está cerrado; ha mutado. Las efigies ya no cuelgan de un paradero, pero su espectro sigue presente en el discurso político. El incidente se ha convertido en un arma arrojadiza en la campaña, un ejemplo recurrente para hablar de la "violencia de la izquierda" o de la "amenaza de la ultraderecha".
Más allá de la condena fácil, el evento dejó al descubierto la fragilidad de los códigos de convivencia democrática en Chile. Forzó a todos los actores a posicionarse frente a la violencia simbólica y expuso la dificultad de trazar una línea clara entre la libertad de expresión crítica y el discurso de odio. La conversación que provocó, aunque incómoda y polarizada, sigue siendo fundamental para una sociedad que aún debate cómo procesar sus heridas y construir un futuro sobre un pasado que se niega a quedar en silencio.