El 27 de mayo de 2025, el cohete Starship de SpaceX, el vehículo más grande y potente jamás construido, explotó por tercera vez consecutiva durante un vuelo de prueba. La compañía lo denominó un “rápido desmontaje imprevisto”, un eufemismo técnico que se ha vuelto parte de su cultura de innovación iterativa. Para el espectador casual, fue un espectáculo de fuego y metal cayendo sobre el Océano Índico. Sin embargo, a más de 60 días del evento, el humo se ha disipado para revelar que la explosión más significativa no fue la del cohete, sino la de las complejas relaciones que sostienen el imperio de Elon Musk: su volátil vínculo con el poder político, su crucial dependencia del financiamiento estatal y la creciente fragilidad de la hegemonía espacial de Occidente.
La discusión ya no se centra en la ingeniería de los motores Raptor, sino en una pregunta mucho más profunda y terrenal: ¿es sostenible un modelo de innovación que depende de una figura tan impredecible como Musk y de los contratos de un Estado al que constantemente desafía?
Desde sus inicios, SpaceX ha defendido su método: construir, volar, fallar, aprender y repetir. Este enfoque, importado de la industria del software, ha permitido a la compañía avanzar a una velocidad impensada para la burocracia tradicional de agencias como la NASA. Cada explosión es, bajo esta lógica, una valiosa recolección de datos. “El éxito se basa en lo que aprendemos”, comunicó la empresa tras el incidente de mayo.
Sin embargo, los eventos de los últimos meses han puesto a prueba los límites de esta filosofía. El fallo del Starship no ocurrió en un vacío. Formaba parte del programa Artemis de la NASA, que tiene como objetivo llevar humanos de vuelta a la Luna y, eventualmente, a Marte. La confianza de la agencia espacial estadounidense descansa sobre la fiabilidad de SpaceX. Además, la pérdida en julio del satélite MethaneSAT —una misión climática crucial respaldada por Google y el fondo de Jeff Bezos, lanzada en un cohete de SpaceX— demostró que los fallos de la compañía ya no solo afectan sus propios prototipos, sino que tienen consecuencias directas para terceros y para objetivos científicos de alcance global.
El “fracaso exitoso” es una estrategia tolerable cuando lo que explota es propiedad exclusiva de Musk. Pero cuando en la carga útil viajan miles de millones de dólares de otros, o cuando el siguiente paso es poner astronautas a bordo, la tolerancia al riesgo cambia drásticamente. ¿Está la NASA dispuesta a apostar vidas humanas a un modelo que normaliza las explosiones como parte del proceso?
Casi en paralelo al fallo técnico, una crisis política se desataba. A principios de junio, Elon Musk, quien había servido como asesor principal en el recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) del presidente Donald Trump, se enfrascó en una virulenta disputa pública con el mandatario. Acusaciones cruzadas en la red social X, propiedad del propio Musk, escalaron hasta que Trump amenazó con algo que hizo temblar a los inversores: revisar y potencialmente cancelar los miles de millones de dólares en contratos gubernamentales que sustentan a SpaceX.
La reacción del mercado y de la propia empresa fue inmediata. El patrimonio de Musk se desplomó y, por primera vez, en una oferta de acciones realizada en julio, los documentos de SpaceX incluyeron una advertencia explícita a los inversores sobre el “riesgo” que representaba la posibilidad de que su CEO volviera a involucrarse en política. El visionario se había convertido oficialmente en un pasivo.
Este episodio expuso una contradicción fundamental: Musk cultiva una imagen de innovador libertario que lucha contra la burocracia, pero su empresa más valiosa, SpaceX, es un contratista masivamente dependiente del Estado. Según análisis recientes, sus compañías han recibido más de 38.000 millones de dólares en contratos, subsidios y créditos fiscales del gobierno de EE.UU. La pelea con Trump no fue un simple “round” en redes sociales; fue un recordatorio de que la mano que alimenta su sueño marciano es la misma que puede cerrarse en cualquier momento.
El telón de fondo de este drama es una nueva carrera espacial, menos ideológica que la del siglo XX, pero mucho más compleja. Ya no se trata solo de EE.UU. contra Rusia, sino de una competencia global donde China avanza a pasos agigantados y actores privados como SpaceX son instrumentos clave de la estrategia nacional estadounidense. Cada fallo del Starship no es solo un revés para Musk, sino una grieta visible en la armadura tecnológica de Occidente.
La dependencia del gobierno en SpaceX para lanzar satélites militares y llevar astronautas a la Estación Espacial Internacional ha generado preocupación en el Pentágono y la NASA, que ahora incentivan con más fuerza el desarrollo de competidores para no depender de un solo proveedor, y menos de uno liderado por una figura tan errática.
Al mismo tiempo, la estructura financiera del imperio Musk revela que nada es aislado. Documentos de julio mostraron que SpaceX planea invertir 2.000 millones de dólares en xAI, la compañía de inteligencia artificial de Musk. El cohete que debe llevarnos a Marte es también una pieza clave en un engranaje financiero diseñado para financiar otras ambiciones tecnológicas. La presión para que Starship funcione no es solo programática, es sistémica para todo el conglomerado.
El tema está lejos de estar cerrado. Ha evolucionado de una cuestión de ingeniería a un profundo debate sobre el modelo de colaboración público-privada en el siglo XXI. La explosión de mayo fue el catalizador que obligó a todas las partes —gobierno, inversores, comunidad científica y el propio Musk— a confrontar las contradicciones que hasta ahora se habían ignorado en nombre de la innovación.
Las preguntas que quedan sobre la mesa son las que definirán el futuro de la exploración espacial y de la industria tecnológica. ¿Puede un proyecto de seguridad nacional y de interés para toda la humanidad depender de los impulsos de un solo hombre? ¿Hasta qué punto el Estado debe financiar la disrupción que, a su vez, amenaza con desestabilizarlo? El silencio que siguió a la explosión del Starship ha sido reemplazado por el ruido de estas interrogantes, cuyas respuestas se están forjando no en los hangares de Texas, sino en los pasillos del poder en Washington y en las salas de juntas de Wall Street.