A fines de junio, cuando el enfrentamiento entre la administración Trump y la Universidad de Harvard parecía haber alcanzado un punto de no retorno, una publicación en redes sociales del propio presidente estadounidense alteró el guion. Tras meses de acusaciones, sanciones económicas y batallas legales, Donald Trump sugirió que un acuerdo "históricamente alucinante" con la casa de estudios podría ser inminente. Este sorpresivo giro no cierra el conflicto, pero obliga a una mirada en retrospectiva para comprender la magnitud y las capas de una disputa que trasciende los muros del campus y se instala en el corazón del debate sobre el poder, la libertad de pensamiento y el rol de la academia en una sociedad polarizada.
La ofensiva se desató a mediados de abril. Con un lenguaje directo y sin matices, Trump calificó a Harvard como un "chiste" y un centro de adoctrinamiento de "izquierdistas radicales", congelando US$2.200 millones en fondos federales cruciales para la investigación. La justificación pública se centró en la supuesta incapacidad de la universidad para contener el antisemitismo en las protestas estudiantiles contra la guerra en Gaza. Sin embargo, las exigencias del gobierno iban más allá: una "auditoría" sobre las opiniones de académicos y estudiantes, y un control sobre las políticas de contratación y los contenidos académicos.
La respuesta de Harvard fue categórica. Su rector, Alan Garber, defendió la autonomía institucional como un pilar no negociable garantizado por la Constitución. El 22 de abril, la universidad escaló el conflicto al plano judicial, presentando una demanda para detener lo que calificó como una "extralimitación ilegal del Gobierno". En su comunicado, Garber advirtió que la medida ponía en jaque investigaciones vitales sobre enfermedades como el cáncer, el Alzheimer y el Parkinson, afectando no a la élite académica, sino a futuros pacientes.
Lejos de retroceder, la Casa Blanca redobló la apuesta. La arremetida se amplió, amenazando con eliminar la exención fiscal de la universidad —un beneficio que le ahorró más de US$150 millones en 2023— y, de manera más drástica, apuntando a su comunidad internacional. A principios de junio, la administración vinculó a Harvard con el Partido Comunista Chino, recordando que la institución ha formado a altos funcionarios de ese país, para justificar una nueva y dura medida: la suspensión de visas para nuevos estudiantes extranjeros y la amenaza de revocar las existentes. El conflicto dejaba de ser solo una "guerra cultural" interna para adquirir una dimensión geopolítica.
El choque entre Harvard y Trump puede leerse a través de dos narrativas paralelas que rara vez se tocan.
Desde la perspectiva del gobierno, la ofensiva es un acto de restauración. Se presenta como una cruzada para proteger a los estudiantes judíos, purgar las universidades de lo que denominan ideología "woke" (reflejada en las políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión o DEI), y resguardar la seguridad nacional frente a la influencia extranjera. En este relato, Harvard no es una víctima, sino un bastión de un establishment progresista que ha perdido el rumbo y debe ser corregido por el poder político.
Desde la óptica de la universidad y sus defensores, la situación es un asalto sin precedentes a la libertad académica y el pluralismo intelectual. Argumentan que, si bien el antisemitismo es un problema real que están abordando, este se utiliza como pretexto para imponer un control ideológico que viola la Primera Enmienda. Analistas externos, como el académico Juan Carlos Eichholz, han enmarcado la resistencia de Harvard como un acto de contrapeso fundamental frente a un poder ejecutivo con tendencias autoritarias, un recordatorio de que la autonomía institucional es un dique de contención para la democracia.
En el centro de la disputa financiera se encuentra el gigantesco fondo patrimonial (endowment) de Harvard, valorado en más de US$53.000 millones. Si bien esta fortuna le otorga una capacidad de resistencia que otras instituciones no tienen, no es una cuenta corriente de libre disposición. Más del 80% de esos fondos están legalmente restringidos a fines específicos, como becas o cátedras. Por ello, los fondos federales congelados son vitales para el ecosistema de investigación científica, que a menudo beneficia a hospitales y centros afiliados independientes de la universidad.
Este enfrentamiento no es un hecho aislado. Se inscribe en una larga historia de tensiones entre movimientos conservadores y las universidades de élite en Estados Unidos, vistas como símbolos del liberalismo. Lo novedoso es la intensidad y la naturaleza de las herramientas utilizadas por el poder ejecutivo: sanciones económicas directas, acciones sobre el estatus tributario y el uso de la política migratoria como arma.
Hoy, el conflicto se encuentra en una fase de tensa calma. La insinuación de un acuerdo por parte de Trump abre un abanico de posibilidades: ¿cedió Harvard a algunas de las presiones a puerta cerrada? ¿Busca la administración una victoria simbólica para luego retroceder? ¿O es una estrategia para desmovilizar la resistencia legal y pública de la universidad?
Independientemente del resultado de estas negociaciones, la batalla ya ha dejado cicatrices y ha planteado preguntas fundamentales que seguirán resonando. Ha expuesto la fragilidad de la autonomía académica frente a un poder político decidido a intervenir y ha forzado a una de las instituciones más poderosas del mundo a defender su propia existencia en términos de principios. El desenlace de este pulso no solo definirá el futuro inmediato de Harvard, sino que sentará un precedente sobre los límites entre el poder, el saber y la libertad en el siglo XXI.