Meses después de que un rector fuera agredido con botellas de bencina y un bus del transporte público ardiera frente a un liceo emblemático, una tensa calma se ha instalado en las comunidades educativas del centro de Santiago. El año escolar avanza, pero lo hace sobre un terreno minado por el miedo, la desconfianza y una pregunta que sigue sin respuesta: ¿es la sala de clases un espacio para aprender o el nuevo campo de batalla de un conflicto social latente? Lo que comenzó como episodios de violencia disruptiva, protagonizados por los ya conocidos "overoles blancos", ha mutado en una crisis que pone en jaque el propósito mismo de la educación pública.
El fenómeno de los "overoles blancos" no es nuevo, pero su naturaleza parece haber cambiado. Editoriales y querellas presentadas por la Dirección de Educación Municipal (DEM) de Santiago, como la reportada por La Tercera, ya no hablan solo de estudiantes radicalizados. Apuntan a la existencia de "redes que sostienen" estas acciones, con sospechas fundadas de adultos externos que planifican, financian y proveen de pertrechos, como combustible y overoles. Esta tesis transforma la narrativa: de la protesta estudiantil espontánea a una operación coordinada que instrumentaliza los recintos educativos.
La agresión directa a figuras de autoridad marca otro punto de inflexión. El testimonio de Gonzalo Saavedra, rector interino del Internado Nacional Barros Arana (INBA), es elocuente. "Me encuentro de frente, más o menos como con 30 jóvenes encapuchados, y me empiezan a agredir verbalmente y me lanzan botellas con bencina, molotov, que gracias a Dios, insisto, estaban apagadas, y piedras", relató a medios en junio. Este acto trasciende el daño a la propiedad; es un ataque frontal al símbolo de la autoridad educativa, erosionando los cimientos del diálogo y el respeto dentro de la comunidad.
La respuesta institucional y política a esta crisis se debate entre dos marcos interpretativos irreconciliables, generando una disonancia cognitiva en la ciudadanía.
Por un lado, se impone el enfoque de la seguridad y el orden público. El ex General Director de Carabineros, Ricardo Yáñez, defendió en junio el actuar policial durante el estallido social, describiéndolo como "165 días de terror". Esta perspectiva, que ve en los desmanes una continuidad de esa violencia, aboga por la aplicación estricta de la ley y el uso de la fuerza para restablecer el orden. La presentación de querellas por parte de los municipios y el llamado de asociaciones de educadores a hacer cumplir el Estatuto Docente ante paros y ausencias, refuerzan esta visión: la violencia es un delito que debe ser perseguido y sancionado.
En la vereda opuesta, figuras del gobierno, como el ministro del Interior, Álvaro Elizalde, proponen una lectura más compleja. En declaraciones a Radio Cooperativa, Elizalde instó a no reducir el estallido social a "qué partido estuvo detrás", reconociendo que existió un "malestar latente en la sociedad chilena, del cual aún hay que hacerse cargo". Esta visión distingue la violencia, que condena, de la protesta social legítima, sugiriendo que los actos en los liceos son un síntoma extremo y distorsionado de demandas sociales y fracturas que siguen sin sanar. Para esta perspectiva, una respuesta puramente punitiva es insuficiente si no se abordan las causas profundas del descontento.
Mientras el debate político y mediático continúa, la comunidad educativa vive las consecuencias directas. La tragedia ocurrida en el INBA en octubre de 2024, donde una explosión en un baño dejó a más de 30 estudiantes con quemaduras graves, es el recordatorio más brutal del costo humano. Los testimonios de docentes que, en estado de shock, subieron a alumnos heridos a sus autos particulares para llevarlos a urgencias, y los relatos del personal médico desbordado, revelan una realidad cruda: la violencia ha convertido a profesores y funcionarios en primeros respondedores en una zona de conflicto.
El impacto es tangible. Los liceos emblemáticos, otrora bastiones de la movilidad social y la excelencia académica, experimentan una sostenida pérdida de matrícula. Las familias, atemorizadas, buscan otros proyectos educativos, vaciando de sentido a instituciones históricas y profundizando la segregación del sistema. El contrato social educativo, basado en la confianza de que la escuela es un lugar seguro para el desarrollo, está visiblemente roto.
El estado actual de la violencia escolar no puede entenderse sin su contexto histórico. Los liceos emblemáticos han sido cuna de movimientos estudiantiles que han remecido al país. Sin embargo, la violencia actual parece desconectada de un petitorio político claro, asemejándose más a una expresión anárquica de rabia.
En este escenario, surgen preguntas incómodas. ¿Cómo se reconstruye la confianza? ¿Basta con más seguridad? Experiencias como la del Parque por la Paz Villa Grimaldi, un ex centro de exterminio transformado en un espacio de "Pedagogía de la Memoria", ofrecen una perspectiva divergente. Nos enseñan que la sanación de heridas sociales profundas requiere no solo justicia, sino también un trabajo consciente de memoria, diálogo y educación.
El debate sobre la violencia en las aulas sigue abierto y sin una resolución clara. La tensión entre castigar el síntoma o abordar la enfermedad define el futuro de la educación pública. Mientras tanto, la comunidad educativa navega en la incertidumbre, esperando un nuevo pacto que devuelva a la escuela su rol fundamental: ser un espacio de cuidado, aprendizaje y construcción de futuro.