Hace apenas unos meses, Algramo era todavía el estandarte de la innovación social chilena. Fundada por José Manuel Moller, reconocido como "Campeón de la Tierra" por la ONU, la empresa era un caso de estudio global: un modelo de negocio que prometía combatir la contaminación por plásticos y el "impuesto a la pobreza" mediante un sistema de envases inteligentes y reutilizables. Hoy, tras 15 años de historia, alianzas con gigantes como Unilever y Walmart, y millones de dólares en inversión, la compañía ha iniciado su proceso de cierre. Su ocaso no fue un evento súbito, sino el resultado de una confluencia de factores que desnudan las frágiles bases sobre las que se sostiene el emprendimiento con propósito en Chile y el mundo.
La noticia, confirmada por Moller a fines de julio de 2025, obliga a una pregunta incómoda: ¿cómo una de las startups más celebradas del país terminó bajando la cortina? La respuesta es una crónica sobre la disonancia entre el discurso de la sostenibilidad y las duras lógicas del mercado.
Para entender la caída de Algramo, es necesario comprender que eran, en realidad, dos empresas bajo un mismo paraguas. La primera, Bringo, era el negocio original: un sistema de distribución a granel para almacenes de barrio que buscaba ofrecer precios justos. La segunda, Algramo Inc., era una startup tecnológica que desarrollaba software y hardware (dispensadores y envases con chip) para que grandes corporaciones implementaran la reutilización.
Ambos modelos fracasaron casi en simultáneo. Bringo, que en su apogeo facturó cerca de 8 millones de dólares anuales, vio sus ventas desplomarse en los últimos dos años debido a la contracción general del consumo. Una alianza estratégica con Abastible, que prometía escalar el modelo a millones de hogares aprovechando su logística de cilindros de gas, no se concretó. Tras un año y medio de negociaciones, la gasífera decidió no invertir, dejando a Bringo sin el salvavidas financiero que necesitaba para seguir operando.
Paralelamente, Algramo Inc., la apuesta de alto crecimiento, enfrentó un enemigo aún más poderoso: el cambio de prioridades de sus socios corporativos. Proyectos piloto con Unilever y Walmart en Chile, y con la cadena Lidl en el Reino Unido, generaron resultados positivos en la tasa de reutilización de los consumidores, que alcanzaba hasta un 85%. Sin embargo, como relató el propio Moller, la crisis económica global y el auge de un discurso "anti-woke" llevaron a las multinacionales a replegar sus ambiciosas metas de sostenibilidad. "Prefiero congelar", fue la respuesta que recibió de Walmart para sus planes de expansión en Norteamérica. Unilever, por su parte, reorientó su foco lejos de la reutilización. Ambas empresas, consultadas por medios, entregaron declaraciones protocolares, valorando la iniciativa pero aludiendo a "ajustes en los planes" y a que el modelo "no se ajustó completamente a las preferencias" de sus clientes, una afirmación que contrasta con las métricas de recompra que manejaba Algramo.
El fracaso de Algramo no puede atribuirse a un único factor. Fue una tormenta perfecta donde se cruzaron la indiferencia corporativa, un ecosistema de inversión en crisis y las barreras estructurales del propio país.
El cierre de Algramo deja un sabor amargo y una lección profunda para el ecosistema de innovación. Demuestra que el propósito, los premios internacionales y el reconocimiento mediático no son suficientes para garantizar la supervivencia. Cuando la economía se contrae, los compromisos de sostenibilidad de las grandes empresas demuestran ser más un ejercicio de relaciones públicas que una estrategia de negocio inamovible.
La historia de Algramo está cerrada, pero el debate que abre sigue vigente. Su caída es un llamado de atención sobre la necesidad de políticas públicas más robustas que apoyen la innovación compleja, un sector corporativo que asuma riesgos reales en sostenibilidad y un ecosistema de inversión que entienda que las transformaciones profundas requieren paciencia y capital estratégico, no solo crecimiento exponencial.
José Manuel Moller, lejos de rendirse, ya trabaja en un nuevo proyecto desde Londres: un estudio de consultoría para ayudar a otras empresas a implementar la reutilización. Siente que Algramo fue el "Napster de la reutilización", una idea que llegó antes de que el mercado y la regulación estuvieran listos. Quizás su legado no sea la empresa que construyó, sino la conversación que su colapso obliga a tener: ¿estamos realmente dispuestos a pagar el precio de un futuro más sostenible?