¿Qué ha cambiado realmente en la política migratoria de Estados Unidos en los últimos meses?
Más allá de las redadas que acapararon titulares a mediados de año, la transformación más profunda ha sido silenciosa y digital. El 15 de julio, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) firmó un acuerdo con los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid (CMS) para acceder a los datos personales de casi 80 millones de beneficiarios del seguro de salud para personas de bajos ingresos. El objetivo, explícito en el documento, no es combatir el fraude, sino "recuperar información sobre la identidad y la ubicación de los extranjeros en Estados Unidos".
¿A qué tipo de información tiene acceso la agencia migratoria (ICE)?
El acuerdo otorga al ICE acceso directo a la base de datos T-MSIS, un sistema que centraliza información de todos los estados. Esto incluye nombres, direcciones, fechas de nacimiento, números de Seguridad Social, datos étnicos y raciales, e incluso direcciones IP y datos bancarios. Expertos y organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) advierten que esto convierte un programa de salud vital en una herramienta de vigilancia masiva, traicionando la confianza de millones y generando un "efecto amedrentador" que podría disuadir a las personas, incluso a ciudadanos y residentes legales, de buscar atención médica por temor a que sus datos sean utilizados en su contra o la de sus familiares.
¿Es un hecho aislado?
No. Este acuerdo sigue un patrón. En abril, se reveló un pacto similar con el IRS (la agencia tributaria) para compartir datos fiscales con el mismo fin. Además, se ha documentado que más de 50 empleados del ICE tienen acceso a la base de datos de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, que rastrea a menores no acompañados. Se está construyendo una arquitectura de vigilancia interconectada, un "ImmigrationOS", que aspira a cruzar datos de múltiples agencias gubernamentales para perfilar, localizar y acelerar las deportaciones.
La frialdad de los acuerdos de datos contrasta brutalmente con la realidad en los centros de detención. Testimonios recogidos en el centro IAH Polk en Texas pintan un cuadro de colapso humanitario deliberado. "Acá los gordos se ponen flacos, y los flacos no se ven", relata Juan, un cubano detenido tras una infracción de tránsito. Los reclusos describen hacinamiento en celdas para ocho personas, comida "incomible", higiene precaria con baños sin puertas y un calor sofocante durante horas.
Este entorno no es accidental. La presión psicológica y física lleva a muchos a un punto de quiebre. Alejandro, otro detenido, lo resume: "Voy a pedir mi deportación, no aguanto aquí un día más". Este fenómeno, conocido como autodeportación, es una de las consecuencias más visibles de la política actual. Al hacer la detención insoportable, el sistema obliga a los individuos a "elegir" abandonar el país, renunciando a sus casos, sus familias y sus vidas construidas durante años. Es una estrategia que vacía los centros de detención sin el costo político y logístico de una deportación formal masiva.
La puerta de entrada a este sistema es a menudo violenta. El caso de Narciso Barranco, un jardinero mexicano con tres hijos en la Marina estadounidense, se volvió viral tras ser brutalmente golpeado por agentes del ICE durante su detención en California. Su hijo, Alejandro, testificó ante el Senado: "Mi padre estaba rodeado de hombres enmascarados que no se identificaron. Aterrorizado, huyó". La defensa del DHS, que acusó a Barranco de agresión, fue desmentida por los videos de testigos, evidenciando un patrón de uso de perfiles raciales y fuerza excesiva.
Frente a un aparato estatal cada vez más poderoso y opaco, ha surgido una resistencia ciudadana que también ha evolucionado. Ya no se trata solo de protestas callejeras, sino de una contra-vigilancia sofisticada. La figura más emblemática de esta nueva ola es Thomas Cartwright, un ejecutivo de 72 años jubilado del gigante financiero JP Morgan.
Tras su retiro en 2015, Cartwright sintió un "vacío" y se involucró en el activismo por los derechos humanos, primero en Grecia y luego en la frontera de Estados Unidos. Lo que comenzó como un acto de testimonio —observar de madrugada los vuelos que deportaban a migrantes engrilletados desde Brownsville, Texas— se convirtió en una misión a tiempo completo. Usando aplicaciones de seguimiento de vuelos gratuitas y cruzando datos de registros de aviones y aeropuertos, Cartwright desarrolló un método para rastrear de forma independiente casi todos los vuelos de deportación y traslado interno del ICE.
Su trabajo se ha convertido en la fuente de información más fiable para abogados, periodistas y activistas, llenando el vacío de transparencia dejado por el gobierno. Gracias a él se supo de vuelos secretos con supuestos pandilleros a El Salvador o del drástico aumento de las expulsiones. Cartwright, que dedica hasta 12 horas diarias a esta labor, representa una metamorfosis personal y una nueva forma de resistencia civil: un ciudadano usando las mismas herramientas de la era digital para fiscalizar al poder.
La ofensiva migratoria ha llevado al límite a todo el ecosistema de defensa. Los menos de 20.000 abogados de inmigración del país enfrentan una avalancha de más de tres millones de casos. "Siento que si me retiro, sería como rendirme", confiesa Wilfredo Allen, un abogado de 74 años en Miami. Los letrados describen una frustración constante ante reglas que cambian semanalmente y una presión que los deja al borde del colapso. "La comunidad nos necesita. Si nos vamos, pierden la esperanza", afirma Jonathan Shaw desde Utah.
Mientras tanto, el gobierno no retrocede. Al contrario, ha lanzado una agresiva campaña de reclutamiento, usando la icónica imagen del Tío Sam con el lema "Regresa a la Misión", para recontratar a agentes retirados con bonos de hasta 50.000 dólares. El objetivo es claro: ampliar la fuerza operativa para cumplir la meta de deportar a un millón de personas en un año.
El debate, por tanto, sigue abierto y en plena escalada. Por un lado, un Estado que expande su capacidad de vigilancia a niveles sin precedentes, difuminando la línea entre servicios sociales y control policial. Por otro, una sociedad civil que responde con resiliencia, innovación y actos de profunda humanidad, demostrando que incluso en los escenarios más sombríos, la dignidad y la lucha por la justicia encuentran una forma de prevalecer.