Han pasado poco más de dos meses desde que un mensaje en la red social Truth Social desató una tormenta en un vaso de gaseosa. Lo que comenzó como una declaración de preferencia personal del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha materializado en una decisión corporativa que está a punto de llegar a los estantes de los supermercados. Este otoño, Coca-Cola lanzará en EE.UU. una versión de su bebida insignia endulzada con azúcar de caña, abandonando, para esta nueva línea, el jarabe de maíz de alta fructosa que ha sido el estándar desde la década de 1980. El evento, que podría parecer una anécdota de marketing, se ha convertido en un revelador caso de estudio sobre la delgada línea que hoy separa el poder político, la estrategia empresarial y la cultura de consumo.
El 17 de julio de 2025, Donald Trump anunció: “He estado hablando con Coca-Cola sobre el uso de azúcar de caña REAL en la Coca-Cola en Estados Unidos, y han aceptado hacerlo. (...) ¡Es simplemente mejor!”. El mensaje no fue un hecho aislado, sino la culminación de un estilo de gobernar que ha caracterizado su segundo mandato: una intervención directa y personal en asuntos que tradicionalmente estaban fuera del alcance presidencial. Así como ha presionado públicamente al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, por las tasas de interés, Trump aplicó la misma lógica a una de las marcas más icónicas del mundo.
La jugada fue enmarcada dentro de la iniciativa de su gobierno “Make America Healthy Again” (MAHA), liderada por el Secretario de Salud, Robert F. Kennedy Jr., que ha declarado la guerra a edulcorantes y aditivos artificiales. De este modo, una preferencia personal se vistió de política de salud pública, otorgando un barniz de legitimidad a lo que, en esencia, fue una demostración de poder sobre el sector privado.
La reacción inicial de The Coca-Cola Company fue de una estudiada ambigüedad. Un portavoz agradeció el “entusiasmo” del presidente, sin confirmar el cambio. Sin embargo, apenas cinco días después, al presentar un informe de beneficios trimestrales con un alza del 58%, la compañía oficializó el plan. El anuncio fue cuidadosamente redactado, presentando la nueva bebida como parte de su “continua agenda de innovación” para “ofrecer más opciones”.
Para los analistas, la decisión de Coca-Cola es una clase magistral de adaptación estratégica. Por un lado, cede ante una presión política ineludible, evitando un conflicto directo con un presidente conocido por su retórica hostil hacia las empresas que lo desafían. Por otro, capitaliza una tendencia de mercado preexistente: la creciente popularidad de la llamada “Mexicoke”, la versión importada de México que, al estar endulzada con caña de azúcar, ha ganado un estatus de culto entre consumidores que la consideran de mejor sabor y más “auténtica”. La presión presidencial, en este contexto, se convirtió en la excusa perfecta para lanzar un producto con una base de consumidores ya establecida y una poderosa narrativa de marketing servida en bandeja.
Detrás del debate sobre el sabor se libra una guerra económica con profundas raíces en la política agrícola estadounidense. La decisión de Coca-Cola amenaza directamente los intereses del poderoso lobby del maíz. John Bode, presidente de la Asociación de Refinadores de Maíz, advirtió que el cambio “costaría miles de empleos en la manufactura de alimentos de Estados Unidos, deprimiría los ingresos agrícolas y aumentaría las importaciones de azúcar extranjera”.
En la vereda opuesta, los grandes beneficiados son los productores de caña de azúcar. No es un detalle menor que Florida, estado de residencia de Donald Trump, sea el mayor productor de caña del país. La intervención presidencial, por tanto, no solo altera una receta, sino que también reorienta flujos económicos multimillonarios, favoreciendo a un sector industrial sobre otro en una clara demostración de cómo las decisiones políticas pueden tener consecuencias directas en el mercado.
El caso de la “Trump-Cola”, como algunos la han apodado irónicamente, trasciende la anécdota. El tema ya no es si el azúcar de caña es objetivamente “mejor” que el jarabe de maíz, sino lo que ese cambio simboliza. La nostalgia por un producto “real” y “auténtico” se ha convertido en una potente herramienta política, un reflejo de discursos que apelan a un pasado idealizado.
La historia no está cerrada. El éxito comercial de esta nueva versión aún está por verse, pero el precedente ha quedado establecido. La pregunta que resuena es si estamos entrando en una era donde la elección de una gaseosa, un automóvil o una marca de ropa se convertirá en una declaración de principios políticos. El debate ha salido de los círculos de poder y ha aterrizado en el carro del supermercado, obligando a los consumidores a preguntarse: ¿qué hay realmente dentro de la botella?
2025-07-17