Hace tres meses, el Senado francés aprobó, con una mayoría casi unánime, una ley que muchos consideran el principio del fin para el modelo de negocio del ultra fast fashion. Lejos de ser un debate lejano, el eco de esta decisión resuena con fuerza en Chile, donde el desierto de Atacama se ha convertido en el símbolo planetario de los excesos de esta industria y donde el gobierno acaba de activar una herramienta legal clave: la Ley de Responsabilidad Extendida del Productor (REP) para el sector textil. Lo que comenzó como una ofensiva regulatoria contra gigantes como Shein y Temu en Europa, hoy se manifiesta como un cuestionamiento global a un sistema que normalizó el consumo de ropa como un acto efímero y desechable.
La llamada “ley anti-Shein” francesa es más que una simple tasa. Prohíbe la publicidad de las marcas de moda ultrarrápida, impone un eco-impuesto progresivo que podría alcanzar los 10 euros por prenda para 2030 y establece sanciones para los influencers que promuevan su consumo. La medida responde a cifras alarmantes: en Francia se venden anualmente 3.300 millones de prendas, unas 48 por persona. El objetivo, según la ministra delegada de Comercio, Véronique Louwagie, es doble: “proteger nuestro medio ambiente y proteger nuestro comercio”.
La respuesta de los gigantes asiáticos no se hizo esperar. Shein, en un comunicado, defendió que “la moda es un derecho, no un privilegio”, un argumento que apela directamente al bolsillo de millones de consumidores que encontraron en sus plataformas una vía de acceso a tendencias a bajo costo. Sin embargo, este modelo de negocio, que lanza miles de productos nuevos al día, ya venía siendo cuestionado por asociaciones de consumidores en toda Europa por prácticas comerciales engañosas y por su enorme huella ambiental y laboral.
La narrativa de una Europa unida contra el fast fashion se vuelve más compleja al mirar dentro de la propia industria. Mientras la regulación francesa apunta a los modelos de negocio de importación masiva, las marcas europeas tradicionales enfrentan sus propias contradicciones. Un caso revelador es el de España, donde la negociación para crear el primer convenio colectivo nacional del comercio textil, que afectaría a unas 200.000 personas, lleva dos años estancada.
¿La razón? Una profunda brecha financiera entre los miembros de la patronal ARTE. Por un lado, está el gigante Inditex (Zara), con casi 40.000 millones de euros en facturación global. Por otro, empresas como la polaca Pepco, que recientemente firmó un despido colectivo para más de 200 trabajadores en España, o H&M, que también ha ejecutado recortes de personal. Esta disparidad económica hace imposible un acuerdo sobre salarios y condiciones laborales, demostrando que la industria no es un bloque monolítico. La presión regulatoria, aunque diseñada para nivelar el campo de juego, expone las debilidades y tensiones internas de un sector que debe redefinirse a la fuerza.
En este contexto global, el anuncio del Ministerio del Medio Ambiente de Chile de incorporar los textiles como producto prioritario en la Ley REP es un movimiento estratégico. La decisión, oficializada a fines de junio, se alinea directamente con la tendencia internacional y obliga a la industria local a asumir su rol en el ciclo de vida de sus productos. En un país que importa el 92% de sus textiles y es el cuarto mayor importador mundial de ropa de segunda mano, la medida es fundamental.
La ministra Maisa Rojas fue clara al señalar que esta actualización es un paso clave para avanzar hacia un modelo más sostenible. “Será fundamental promover el ecodiseño, la educación ambiental y la infraestructura adecuada”, afirmó. En la práctica, la Ley REP obliga a los productores e importadores —es decir, las grandes casas del retail— a organizar y financiar la recolección y valorización de los residuos que generan. Ya no basta con vender; ahora deben hacerse cargo de lo que queda después.
Esta regulación chilena, aunque en una etapa inicial de diseño de metas, representa un cambio de paradigma. La responsabilidad deja de recaer exclusivamente en la conciencia individual del consumidor y se traslada a las estructuras corporativas que se han beneficiado del modelo de “producir, consumir y desechar”.
La historia está lejos de terminar. La ley francesa podría sentar las bases para una directiva a nivel europeo, mientras que en Chile, el verdadero desafío comienza ahora con la definición de metas de recolección y reciclaje que sean ambiciosas pero realistas. La tensión entre la accesibilidad económica que ofrecen plataformas como Shein y la urgencia de una reconversión industrial sostenible sigue latente.
El fin del fast fashion como lo conocemos no será un proceso indoloro. Implica cuestionar no solo los modelos de producción, sino también una cultura de consumo profundamente arraigada. La pregunta que queda abierta es si estamos dispuestos, como sociedad, a aceptar que la ropa tenga un precio que refleje su verdadero costo ambiental y social, y si las regulaciones serán capaces de fomentar una industria genuinamente circular sin simplemente desplazar el problema o beneficiar a los actores más grandes.