Han pasado más de 60 días desde que las vitrinas de Corona se tiñeron de rojo con el cartel de "Remate Final. Todo a 5 lucas". Las filas de compradores buscando una última oferta se disiparon, y hoy, el silencio ocupa los 51 locales que la multitienda dejó vacíos a lo largo de Chile. El cierre de una empresa con medio siglo de historia, anunciado el 27 de junio de 2025, trasciende la crónica económica. Su caída es un espejo que refleja la transformación de los hábitos de consumo, la obsolescencia de modelos de negocio anclados en el siglo XX y la reconfiguración de la identidad de una clase media que ya no se reconoce en las mismas vitrinas.
El colapso no fue sorpresivo. Fue la crónica de una muerte anunciada que culminó cuando los acreedores, entre ellos los bancos Internacional y BCI, no aprobaron el financiamiento de $22.000 millones necesario para sostener un plan de reorganización que ya parecía inviable. La empresa, con pasivos que superaban los $66.951 millones, se enfrentaba no solo a un mercado hostil, sino también a un profundo conflicto interno entre los hermanos Schupper, sus dueños. Mientras Herman Schupper impulsaba la venta al grupo chino Spring Forest, sus hermanas Malú y Paulina se resistían, en un intento por salvar el legado familiar. Al final, ninguna de las dos visiones prevaleció.
Para entender la caída de Corona, es necesario comprender su auge. La multitienda no solo vendía ropa; ofrecía acceso. Su modelo de negocio se cimentó en un pacto implícito con una emergente clase media: la posibilidad de consumir a través de su propia tarjeta de crédito, un instrumento que democratizó el acceso a bienes que antes parecían lejanos. La marca "Corona", valorizada en más de $12.000 millones antes de la quiebra, era un activo intangible que representaba esta aspiración.
Ese pacto se rompió por múltiples frentes. Primero, la competencia. Gigantes del fast-fashion global y plataformas de e-commerce asiáticas ofrecieron mayor variedad, precios competitivos y la inmediatez de la compra digital, dejando obsoleto el modelo de temporadas y stock físico de Corona. El consumidor chileno, ahora más conectado y menos leal, cambió la lealtad a la tarjeta de la casa por la caza de ofertas en la red.
En paralelo, otras empresas chilenas tradicionales sufrían destinos similares. La liquidación de la icónica mueblería Fernando Mayer, tras 85 años, fue justificada por sus dueños por la imposibilidad de competir con las importaciones asiáticas y la tardanza en adaptar su modelo productivo. Ambas historias son un testimonio de la dificultad de la industria nacional para reconvertirse en una economía globalizada.
La caída de Corona no significa el fin del comercio, sino su brutal reordenamiento. Mientras unos caen, otros se expanden con voracidad, dibujando un nuevo mapa comercial.
El capítulo judicial de Corona está por cerrarse, pero sus consecuencias sociales y urbanas apenas comienzan. Los 1.800 trabajadores despedidos se enfrentan a un mercado laboral en plena transformación. Los 51 locales vacíos, muchos en arterias principales de ciudades como Valparaíso, Rancagua o Iquique, son cicatrices en el tejido urbano y un desafío para la planificación de las ciudades. ¿Se convertirán en más supermercados de descuento, en locales de conveniencia, o quedarán como "dientes mellados" en el paisaje urbano, como le ocurre al Midmall de Maipú, que lucha por encontrar un socio estratégico?
La historia de Corona es, en definitiva, la historia de un Chile que cambió. El crédito fácil como motor de identidad social ha perdido fuerza frente a un consumidor más pragmático y global. El fin de Corona no es solo el cierre de una tienda; es la clausura de una forma de entender el progreso y el consumo que, para bien o para mal, marcó a toda una generación.
2025-06-27