Desde finales de julio, es probable que haya recibido una. Al comprar el pan, al pagar el pasaje de la micro o en el vuelto de un café. La nueva moneda de $100, anunciada en junio por el Banco Central para conmemorar su centenario, ya no es una gacetilla de prensa ni una curiosidad digital. Es un objeto metálico, tangible y en plena circulación. A más de dos meses de su presentación, su masificación la ha convertido en un hecho cotidiano que, sin embargo, plantea preguntas fundamentales en un país que avanza aceleradamente hacia la desmaterialización del dinero.
El 21 de julio, la presidenta del Banco Central, Rosanna Costa, realizó un acto simbólico: compró pan en una panadería de barrio con uno de los nuevos ejemplares. El gesto buscaba subrayar el mensaje institucional: "esta moneda está hecha para usarse, no para guardarse". Pese a la claridad del emisor, la reacción pública inicial osciló entre la curiosidad y el incipiente afán de coleccionismo. Esta dualidad es la primera capa de análisis: en un objeto de uso masivo conviven su valor de cambio nominal y un valor simbólico que lo excede, poniendo a prueba la directriz de su creador.
La decisión de acuñar 30 millones de monedas en 2025 parece, a primera vista, un acto anacrónico. En un Chile donde el pago con tarjetas, transferencias y códigos QR es la norma para una parte creciente de la población, ¿qué sentido tiene invertir en la producción de más circulante físico? La respuesta reside en la naturaleza misma de la confianza.
El dinero digital es una abstracción, un apunte contable en servidores remotos cuya validez depende de la fe en la solidez de la infraestructura tecnológica y las instituciones financieras. La moneda, en cambio, es un testimonio físico de ese pacto social. Su materialidad, su peso y su diseño actúan como un ancla psicológica. Es la manifestación tangible del poder del Estado para garantizar el valor y, a la vez, un recordatorio de que la economía tiene una base real, palpable.
El Banco Central, al insistir en su uso cotidiano, no solo busca celebrar su historia, sino también reforzar su relevancia en un momento en que su rol y autonomía son objeto de debate público. La moneda conmemorativa funciona como una campaña de relaciones públicas a escala nacional, un recordatorio silencioso en cada bolsillo de que, detrás de la volatilidad de los mercados y la frialdad de los indicadores, existe una institución centenaria que se presenta como pilar de estabilidad económica.
Una moneda es un lienzo. Las imágenes que porta nunca son neutrales; son una declaración de identidad. La nueva pieza de $100 es un fascinante caso de estudio de la narrativa que Chile construye sobre sí mismo.
El tema no está cerrado; acaba de empezar. La moneda ya cumplió su ciclo noticioso inmediato, pero su ciclo cultural y sociológico está en pleno desarrollo. Ha dejado de ser un evento para convertirse en un artefacto que circulará durante décadas.
Cada vez que una de estas 30 millones de piezas cambie de manos, planteará, de forma implícita, una serie de interrogantes. ¿Seguiremos usando efectivo en diez o veinte años? ¿Qué símbolos elegiremos para representarnos en el futuro? ¿En qué o en quién depositamos nuestra confianza económica? La nueva moneda de $100 no ofrece respuestas, pero ha logrado que el vuelto de la compra diaria se convierta, para quien se detenga a mirarla, en una pregunta sobre el valor de las cosas.