La orden de reabrir la prisión de Alcatraz, emitida por el presidente Donald Trump a poco más de 100 días de su segundo mandato, no es un hecho aislado. Es la consecuencia lógica de un gobierno que ha hecho del espectáculo su principal herramienta política. En un contexto de enfrentamientos con gobiernos estatales como el de California, arrestos de figuras políticas opositoras y amenazas de revocar la ciudadanía a críticos como Elon Musk o Rosie O"Donnell, la resurrección de "La Roca" trasciende la política penitenciaria. Se convierte en un acto performático que proyecta tres futuros posibles para la justicia y el poder en Estados Unidos.
En lo inmediato, Alcatraz no funciona como una cárcel, sino como un símbolo potente. Su valor no reside en su viabilidad logística o económica —calificada de inviable por expertos y críticos—, sino en su poder mitológico. La isla es un ícono cultural de castigo ineludible, el lugar donde la sociedad enviaba a sus monstruos. Al reactivarla, la administración no busca resolver el hacinamiento carcelario ni mejorar la rehabilitación. Busca proyectar una imagen de fuerza implacable.
Este gesto es, en esencia, teatro político. Sirve para galvanizar a una base que percibe el sistema judicial como débil y para intimidar a la oposición. La visita de la Fiscal General, Pam Bondi, a la isla en medio del escándalo por su manejo del caso Epstein, es una prueba clara. El viaje no tenía un fin práctico; su objetivo era cambiar la narrativa, sustituyendo un debate sobre la posible corrupción en el Departamento de Justicia por imágenes de mano dura. En esta fase, el éxito de Alcatraz no se mide en el número de reos, sino en su capacidad para dominar los ciclos de noticias y reforzar la imagen de un líder que está por encima de las complejidades del estado de derecho.
Si el proyecto avanza más allá del simbolismo, Alcatraz se transformará en un laboratorio para una justicia de excepción. Las señales ya están presentes. La nueva directiva del Departamento de Justicia que facilita la desnaturalización de ciudadanos y las amenazas directas del presidente a sus oponentes sugieren quiénes podrían ser los nuevos inquilinos de la isla. No solo criminales violentos, sino una nueva categoría de "enemigos": ciudadanos naturalizados críticos, disidentes políticos o periodistas incómodos.
Alcatraz se convertiría en un espacio físico donde las reglas ordinarias del sistema legal estadounidense quedan suspendidas. Una suerte de Guantánamo doméstico. La ironía es evidente: mientras un triple asesino como Dahud Hanid Ortiz es liberado por conveniencia política, se construye una fortaleza para albergar a quienes cometen el "delito" de oponerse al poder. Los arrestos del senador Alex Padilla o del candidato a alcalde Brad Lander actúan como ensayos a pequeña escala, normalizando el uso de la fuerza federal contra la disidencia política. En este futuro, la isla no solo contendría a "monstruos" criminales, sino que se usaría para fabricar monstruos políticos a la medida del gobierno.
A largo plazo, el mayor impacto de la reapertura de Alcatraz es la consolidación de un precedente peligroso: la normalización de la soberanía del miedo. La existencia de un lugar donde la ciudadanía y los derechos pueden ser revocados por decreto ejecutivo redefine el contrato social. Se establece un sistema de justicia de dos velocidades: uno para los ciudadanos leales y otro, arbitrario y severo, para los designados como adversarios.
Este modelo erosiona el principio de igualdad ante la ley. La ciudadanía deja de ser un derecho garantizado para convertirse en un privilegio condicionado a la lealtad política. El poder del Estado ya no se legitima a través de las instituciones y el consenso, sino a través de su capacidad para infundir miedo y ejercer un castigo espectacular. El futuro que se proyecta es el de una democracia donde el disenso conlleva el riesgo real de ser despojado de derechos fundamentales y confinado a una isla-símbolo de la exclusión. El legado de Alcatraz 2.0 no sería una solución a la criminalidad, sino la institucionalización de una herramienta de control político que podría ser utilizada por cualquier gobierno futuro, sin importar su color político.