El caso del exalcalde Gonzalo Montoya no es solo una crónica sobre un crimen. Es una señal. Un punto de datos que, analizado con distancia, proyecta un cambio fundamental en las reglas de la seguridad y el poder en Chile. El secuestro de una figura con capital político, no por sus ideas, sino por sus secretos, inaugura un nuevo mercado: la economía de la vulnerabilidad.
Lo que se rompió con el secuestro de Montoya no fue solo la ley, sino un contrato social implícito. Hasta ahora, la élite política y económica gozaba de una inmunidad no escrita frente a la violencia delictual más cruda. Eran actores, no víctimas. Este evento anula esa distinción. Demuestra que cualquier persona con recursos y una vida privada susceptible de ser expuesta es un objetivo rentable.
El método es clave. No se trata de un secuestro tradicional. Es un modelo de negocio criminal híbrido que combina la violencia física con la extorsión digital y moral. La banda "Los Mapaches" no solo privó de libertad a Montoya; monetizó sus secretos. Este modelo es altamente escalable. En el corto plazo, veremos una diversificación de los objetivos. Pequeños empresarios, profesionales con cierto patrimonio y funcionarios de nivel medio se convertirán en el nicho de mercado de estas organizaciones. El miedo dejará de ser una sensación difusa para convertirse en un cálculo de riesgo personal. La pregunta ya no será si el Estado puede protegerte, sino si puedes permitirte la seguridad privada para blindar tus vulnerabilidades.
La respuesta institucional inmediata, como se vio en la cautela de la subsecretaria Carolina Leitao y la acción focalizada de la fiscalía, buscará contener el pánico mediante arrestos de alto perfil. Sin embargo, estas acciones, aunque necesarias, actúan sobre los síntomas. La estructura criminal, como un organismo, aprenderá y se adaptará. La detención de un miembro de "Los Mapaches" es una victoria táctica, pero la estrategia criminal ya ha sido validada con éxito.
A mediano plazo, la sociedad chilena y el Estado enfrentarán una bifurcación. El camino que se tome definirá el paisaje de la seguridad para la próxima década.
Escenario A: La Fortificación Privada. Si la respuesta del Estado se mantiene reactiva y centrada en el castigo, sin desmantelar las redes financieras y logísticas de estas bandas, el miedo se privatizará. Veremos un auge de la industria de la seguridad: guardaespaldas, análisis de riesgo digital, ciberseguridad personal y empresas de gestión de crisis reputacional. La seguridad se convertirá en un bien de consumo de lujo. Esto creará una sociedad de dos velocidades: una minoría fortificada que vive en una burbuja de seguridad pagada, y una mayoría expuesta a una criminalidad cada vez más sofisticada. La cohesión social se resentirá profundamente.
Escenario B: La Adaptación Estratégica. Una alternativa es que el Estado evolucione. Esto implica pasar de la persecución de delincuentes individuales a una estrategia de inteligencia financiera y cooperación transnacional. Casos como el del Tren de Aragua en Chile y su persecución internacional demuestran que estas redes no tienen fronteras. Un enfoque estratégico requeriría fortalecer la inteligencia para detectar flujos de dinero, entender cómo operan estas células y colaborar con otros países para cortar las cabezas de la organización, no solo sus tentáculos locales. Este camino es más lento y menos visible políticamente, pero es el único que puede alterar el modelo de negocio criminal en su raíz.
El debate público será un factor de incertidumbre clave. La narrativa puede ser cooptada por discursos populistas que, como se ha visto en otros países, mezclan la criminalidad real con la xenofobia, simplificando el problema y dificultando la implementación de políticas complejas y basadas en evidencia.
A largo plazo, el escenario más probable es una normalización incómoda. La violencia extorsiva no desaparecerá, sino que se integrará en el ecosistema social como un riesgo latente, similar a los accidentes de tráfico o las estafas por internet. Las organizaciones criminales se volverán más sutiles, optando por la extorsión de bajo perfil que rara vez llega a las noticias.
El contrato social se habrá reescrito. La expectativa de que el Estado garantice una seguridad total será reemplazada por una cultura de la prevención y la resiliencia individual. La confianza en las instituciones se medirá no por su capacidad de eliminar el crimen, sino de gestionarlo y ofrecer respuestas rápidas cuando la prevención falla. Para el ciudadano común, esto significará vivir con un nivel de alerta permanente, cuidando su huella digital tanto como su seguridad física.
El caso Montoya, visto en retrospectiva desde 2035, no será recordado como un evento aislado, sino como el momento en que Chile entendió que la inmunidad era una ilusión y que la seguridad, en el siglo XXI, es una responsabilidad compartida, compleja y nunca garantizada.