A más de sesenta días de que el caso “Chinamart” saltara a la palestra pública, la discusión en Chile ya no gira en torno a la competencia desleal o los permisos municipales. El foco se ha desplazado desde los pasillos de un centro comercial en Santiago Centro hacia los salones del Congreso y los tribunales de justicia. Lo que comenzó como una investigación por presunto tráfico de influencias a favor de un empresario chino se ha convertido en un complejo debate nacional sobre los límites del lobby, la ética en la función pública y, en última instancia, la soberanía del país frente a la creciente influencia de su principal socio comercial.
La historia, lejos de resolverse, ha madurado hasta exponer las tensiones estructurales de la política y la economía chilenas, forzando a los actores a tomar posiciones en un tablero cada vez más complejo.
La trama se desató con la investigación judicial sobre las presuntas gestiones de la diputada Karol Cariola (PC) ante la entonces alcaldesa de Santiago, Irací Hassler, para favorecer intereses comerciales chinos. Sin embargo, la caja de Pandora se abrió realmente con la incautación del teléfono de la parlamentaria. Las filtraciones de sus conversaciones, reveladas por la prensa a mediados de junio, mostraron una narrativa mucho más profunda.
El primer hallazgo clave fue el rol protagónico del empresario y lobbista chino Emilio Yang en una gira oficial de diputados a China en julio de 2024. Los chats revelaron que Yang, a petición de Cariola, no solo actuó como traductor, sino como un coordinador central de la delegación, participando en reuniones oficiales y siendo calificado por la propia diputada como “nuestro querido amigo Emilio”. Esto borró las líneas entre una visita de Estado y los intereses privados.
El segundo y más polémico giro ocurrió días después, cuando se supo que Cariola había encargado a Yang la redacción de un “documento reservado” para el Presidente Gabriel Boric. El objetivo: entregarle al mandatario la “perspectiva china” sobre su visita de Estado. La revelación, que motivó al Partido Republicano a exigir acceso a dicho informe, instaló la pregunta más incómoda de todas: ¿hasta qué punto un actor privado extranjero, con claros intereses comerciales, puede influir en la política exterior y en las decisiones del más alto nivel del Estado chileno?
El caso ha cristalizado las visiones contrapuestas que coexisten en el espectro político chileno.
Mientras la batalla política y judicial acapara los titulares, la economía sigue su propio curso, uno donde la presencia china es innegable y creciente. La controversia ocurre en un contexto donde las inversiones chinas se expanden a ritmo acelerado. En julio, la empresa China Oriental Yuhong concretó la compra de la cadena de ferreterías Construmart por 123 millones de dólares. Paralelamente, la industria automotriz ve cómo las marcas chinas ya representan más del 30% del mercado de vehículos livianos, liderando la transición hacia la electromovilidad con precios competitivos y tecnología avanzada.
Esta realidad económica genera una disonancia cognitiva para el país. Por un lado, existe una dependencia y un beneficio tangible en la relación con China, que ha permitido modernizar el transporte público y acceder a bienes de consumo a menor costo. Por otro, surgen dudas legítimas sobre las implicancias políticas y estratégicas de esta dependencia. La columna de opinión del abogado Álvaro Ortúzar en La Tercera a principios de mayo ya advertía sobre la dualidad de China como un “milagro económico” y un “régimen autoritario”, una tensión que el caso Cariola-Yang ha hecho palpable.
El caso del “mall chino” ha trascendido su origen para convertirse en un síntoma de los dilemas de Chile en el siglo XXI. La investigación judicial sigue su curso, ahora con mayores resguardos de privacidad, mientras el debate político está lejos de cerrarse. Las preguntas que quedan sobre la mesa son estructurales: ¿Necesita Chile una ley de lobby más estricta que regule la interacción con actores extranjeros? ¿Cómo se equilibra la necesidad de inversión con la protección de la soberanía? ¿Están las instituciones chilenas preparadas para gestionar una relación con una superpotencia que no distingue claramente entre sus empresas y su Estado?
La narrativa no está resuelta. Ha evolucionado de una noticia policial a un debate sobre el modelo de desarrollo y la política exterior de Chile, uno que seguirá madurando y cuyas consecuencias apenas comienzan a ser visibles.