A más de dos meses de que la jueza Sandra Heredia declarara culpable al expresidente Álvaro Uribe Vélez por soborno a testigos y fraude procesal, el eco de su martillo no ha cesado. Lejos de ser un punto final, el veredicto del 28 de julio se ha consolidado como el nuevo epicentro de un sismo político y social que sigue sacudiendo a Colombia. La condena del hombre más poderoso de la historia reciente del país no ha cerrado las heridas; las ha expuesto, redefiniendo las líneas de un conflicto que ahora se libra en los tribunales, en las urnas y en el alma de una nación dividida.
Para entender la magnitud del fallo, es necesario retroceder más de una década. La historia comenzó en 2012 con una paradoja: Álvaro Uribe no era el acusado, sino el acusador. Denunció al entonces congresista de izquierda Iván Cepeda por una supuesta manipulación de testigos, exparamilitares que vinculaban a Uribe con la creación de grupos de autodefensa en Antioquia.
Sin embargo, en 2018, la Corte Suprema de Justicia dio un giro de 180 grados. No solo archivó el caso contra Cepeda, sino que abrió una investigación contra Uribe por los mismos delitos. La Corte encontró evidencia de que el entorno del expresidente, principalmente a través de su abogado Diego Cadena, habría presionado y ofrecido beneficios a exparamilitares, como el testigo clave Juan Guillermo Monsalve, para que se retractaran de sus acusaciones contra Uribe y, en cambio, declararan en contra de Cepeda.
Tras la renuncia de Uribe a su escaño como senador en 2020 para que su caso pasara a la justicia ordinaria, y después de múltiples intentos de la Fiscalía anterior por precluir la investigación, el proceso llegó a juicio. La jueza Sandra Heredia, en una maratónica audiencia, concluyó que Uribe “sabía de lo ilícito de su actuar”, sentando un precedente sin parangón en la historia colombiana.
El fallo no fue recibido como una verdad unívoca, sino como la confirmación de dos realidades irreconciliables que coexisten en Colombia.
La condena ha desatado una serie de consecuencias que ya moldean el futuro inmediato de Colombia.
Políticamente, el escenario electoral de 2026 ha quedado definido. La derecha buscará capitalizar la narrativa del martirio, llamando a “restaurar el honor” de su líder y utilizando la impopularidad del gobierno de Petro como combustible. La izquierda, por su parte, enarbolará la bandera de la lucha contra la corrupción y la impunidad, con un posible impulso a la figura de Iván Cepeda como candidato presidencial.
Para el uribismo como fuerza política, el reto es monumental. ¿Puede el Centro Democrático sobrevivir y reinventarse con su fundador condenado? ¿O se aferrará a una defensa que podría aislarlo aún más de los votantes de centro?
Finalmente, las repercusiones geopolíticas no son menores. La intervención de altos funcionarios estadounidenses introduce un factor de presión externa que Colombia no había experimentado de esta forma. Pone en tensión la histórica alianza entre ambos países y cuestiona la soberanía del sistema judicial colombiano en un momento de máxima fragilidad.
El proceso, sin embargo, no ha terminado. La defensa de Uribe ha apelado el fallo. El caso ahora está en manos del Tribunal Superior de Bogotá, que debe decidir antes de que los delitos prescriban en octubre. La historia de Álvaro Uribe Vélez y la justicia colombiana sigue escribiéndose, y su desenlace determinará no solo el destino de un hombre, sino el de una nación obligada a confrontar a sus fantasmas para poder imaginar un futuro.
2025-07-28