Hace unos meses, en centros comerciales de Santiago, Valparaíso y Rancagua, una escena futurista se volvió cotidiana: chilenos haciendo fila frente a un orbe plateado y brillante. El dispositivo, llamado Orb, escaneaba su iris. A cambio, recibían un WorldID —una suerte de pasaporte digital que certifica su humanidad— y una asignación de criptomonedas Worldcoin (WLD). La promesa de Tools For Humanity, la empresa de Sam Altman (CEO de OpenAI) detrás del proyecto, es seductora: una solución para distinguir a humanos de bots en un futuro dominado por la IA y, de paso, una forma de renta básica universal.
Sin embargo, pasados los 90 días de la novedad inicial, la conversación ha madurado. Lo que comenzó como una curiosidad tecnológica y una oportunidad de obtener dinero fácil, hoy es el epicentro de un debate nacional y global que sigue abierto: ¿cuál es el verdadero precio de ceder un dato biométrico único e inalterable a una corporación privada? Y, ¿está Chile preparado para esta nueva frontera digital?
La narrativa de Worldcoin es impecable en su lógica futurista. Martín Mazza, director de la firma para América Latina, explicó en julio que el objetivo es crear una red descentralizada y anónima. Según la compañía, el Orb transforma la imagen del iris en un código encriptado que se fragmenta y almacena en distintas bases de datos, eliminando la imagen original. “No tenemos información identificable de los usuarios”, aseguró Mazza, defendiendo el sistema como una herramienta “resistente al fraude, segura y privada”.
El modelo de negocio, según la empresa, no se basa en vender datos al estilo de las grandes tecnológicas, sino en cobrar por el uso de la infraestructura de verificación WorldID a otras empresas, como plataformas de videojuegos (Razer) o aplicaciones de citas (Tinder), que necesitan garantizar que sus usuarios son humanos. En Argentina, incluso, se explora su uso como colateral para créditos a personas sin historial bancario.
Pero esta visión optimista encontró rápidamente una contraparte crítica en Chile. Organizaciones como la fundación Kamanau levantaron las primeras alarmas, presentando recursos de protección —aunque uno fue declarado inadmisible por la Corte de Apelaciones de Valparaíso— que pusieron el tema en la agenda pública. La preocupación es simple pero profunda: el iris es una contraseña biológica que no se puede cambiar. Su entrega a una entidad privada, por más seguras que sean sus promesas, abre una caja de Pandora sobre su uso futuro, la posibilidad de hackeos y la soberanía sobre la propia identidad.
La expansión de Worldcoin en Chile se produjo en un aparente vacío regulatorio. Sin embargo, en el mismo periodo, el tablero de juego global se reconfiguraba drásticamente, mostrando una tendencia inequívoca hacia el control estatal de los activos digitales.
El fenómeno Worldcoin en Chile ya no es una anécdota tecnológica; es un caso de estudio sobre la colisión de dos paradigmas. Por un lado, una visión tecnológica global, descentralizada y disruptiva que promete soluciones a problemas del siglo XXI. Por otro, el resurgimiento del rol del Estado como garante de los derechos ciudadanos, la estabilidad financiera y la soberanía nacional.
El debate está lejos de cerrarse. La tecnología de Worldcoin sigue operando y expandiéndose, mientras el marco regulatorio chileno e internacional se robustece lentamente. La pregunta que queda en el aire para los ciudadanos, legisladores y empresas es si es posible encontrar un equilibrio donde la innovación no se consiga a costa de la privacidad. La historia del Orbe en Chile ha demostrado que, aunque una tecnología pueda llegar primero, la discusión sobre sus límites y consecuencias es un proceso social y político inevitable y necesario.