La aparición de la señal de Russia Today (RT) en la televisión abierta chilena a través de Telecanal no fue una sorpresa. Fue una maniobra predecible en el ajedrez global de la información. El método —un acuerdo comercial con un canal de baja sintonía y propiedad opaca— expone una vulnerabilidad estratégica. No se trata de un nuevo programa, sino de la instalación de una cabeza de playa de influencia geopolítica en el espectro radioeléctrico chileno.
Este evento no puede analizarse como un simple negocio. Es la materialización local de una estrategia global rusa para eludir las sanciones occidentales y construir una narrativa alternativa en el "Sur Global". La elección de un canal como Telecanal, vinculado a la red Albavisión del empresario Ángel González —que ya transmite RT en otros países de la región—, no es casual. Es un modelo de expansión replicable que opera en los márgenes de la regulación, donde la fiscalización es reactiva y no preventiva.
La reacción inmediata ha sido una polarización predecible. Por un lado, sectores políticos denuncian una operación de propaganda y exigen la intervención del Consejo Nacional de Televisión (CNTV). Por otro, voces de izquierda y la propia diplomacia rusa lo enmarcan en la libertad de expresión y la necesidad de pluralismo frente a la concentración de medios tradicionales. Esta dualidad no es el debate de fondo, sino el primer síntoma de una fractura más profunda que definirá el ecosistema mediático en los próximos años.
El próximo escenario es la normalización y consolidación de la señal. RT dejará de ser una novedad para convertirse en un actor permanente del ecosistema. Su estrategia no será competir por el rating masivo, sino por la influencia en nichos específicos. Su público objetivo son los segmentos de la población ya desafectos de los medios tradicionales y del sistema político, a quienes ofrecerá una narrativa que confirma sus sesgos y desconfianzas.
Veremos un esfuerzo por "chilenizar" el contenido. RT incrementará la producción de reportajes sobre temas locales sensibles: conflictos socioambientales, críticas al modelo económico, tensiones políticas y casos de corrupción. Fichará a comentaristas y analistas locales que le otorguen un barniz de legitimidad nacional. El objetivo es claro: dejar de ser percibido como "el canal ruso" para ser visto como "el canal que dice lo que otros callan".
Este período estará marcado por una guerra de trincheras narrativas. Cada evento de relevancia nacional —elecciones, protestas sociales, debates constitucionales— será cubierto desde dos polos antagónicos. De un lado, los medios tradicionales y de alineamiento occidental. Del otro, RT y su red de aliados digitales. La batalla no será por los hechos, sino por su interpretación y encuadre. La desinformación no será necesariamente la mentira burda, sino la distorsión sutil, la omisión selectiva y la amplificación de narrativas que erosionen la confianza en las instituciones.
El rol del CNTV será un punto de inflexión crítico. Cualquier intento de sanción será presentado por RT como un acto de censura política, alimentando su narrativa de víctima del poder establecido. Esto forzará un debate legislativo incómodo: ¿cómo regular la propaganda de un estado extranjero sin vulnerar la libertad de expresión? La falta de consenso político probablemente resultará en una parálisis regulatoria, permitiendo que la operación de RT se consolide.
A largo plazo, el resultado más probable es la consolidación de un ecosistema mediático balcanizado. La idea de una esfera pública compartida, donde los ciudadanos acceden a un conjunto común de hechos para el debate democrático, se verá aún más debilitada. El consumo de noticias se convertirá, para muchos, en un acto de reafirmación de identidad. Se verá a RT no para informarse, sino para confirmar una visión del mundo.
Este escenario plantea tres futuros plausibles para la regulación y la sociedad:
La llegada de RT a Chile es mucho más que un cambio en la grilla de canales. Es un catalizador que acelera tendencias preexistentes y obliga al país a confrontar una pregunta fundamental: en la era de la guerra de narrativas, ¿cómo se defiende la soberanía de la conversación pública?