Un sicario se fuga. No por un túnel ni en un motín, sino con una orden judicial electrónica. Este hecho, ocurrido en julio de 2025, no es una anécdota criminal. Es una señal crítica. Revela que los sistemas que administran la justicia en Chile se han desconectado de su propósito fundamental: proteger a los ciudadanos. La fuga de Alberto Carlos Mejía Hernández no fue solo la evasión de un individuo; fue la fuga del propio Estado de su responsabilidad. Este evento acelera una redefinición del contrato social sobre la seguridad, cuyas consecuencias se desarrollarán en tres fases.
El impacto inmediato ya es visible. La confianza en el sistema judicial, ya frágil, sufre un golpe casi letal. La secuencia de hechos —una jueza que decreta prisión, un sistema que la contradice, Gendarmería que cumple una orden válida pero errónea, y un prófugo que cruza el país y la frontera— dibuja un cuadro de incompetencia sistémica. La jueza Irene Rodríguez, ahora suspendida, se declara inocente, apuntando a una falla administrativa. El Poder Judicial inicia sumarios. La Fiscalía crea fuerzas de tarea. Pero para el ciudadano, el mensaje es claro: el sistema no funciona.
Esta desconfianza es el combustible para la arena política. La derecha, representada por figuras como Evelyn Matthei, capitaliza el miedo. Su llamado a convocar al COSENA no es solo una táctica electoral; es una propuesta de futuro que subordina la complejidad institucional a la urgencia de la seguridad nacional. La respuesta del gobierno y la izquierda se centra en la necesidad de reformas estructurales y en el riesgo de soluciones autoritarias. Mientras tanto, la discusión pública se estanca en buscar culpables —la jueza, Gendarmería, la tecnología—, evitando la pregunta de fondo: ¿está el Estado chileno estructuralmente preparado para enfrentar al crimen organizado del siglo XXI?
La respuesta, por ahora, es no. Y esa respuesta resuena en las declaraciones del gobernador de Arica, quien no habla de negligencia, sino de un "Estado fallido" en la frontera. Esta percepción, antes limitada a zonas extremas, comienza a instalarse en el imaginario colectivo nacional.
A medida que la memoria del incidente se desvanece, sus efectos estructurales se consolidan. La falta de confianza en la justicia estatal crea un vacío que el mercado y el miedo llenarán. Este es el escenario más probable para el mediano plazo.
Veremos una aceleración en la privatización de la seguridad. No se trata solo de más guardias privados. Se trata de ecosistemas de seguridad para quienes puedan costearlos. Las comunidades de altos ingresos y los conglomerados empresariales invertirán en tecnología de vigilancia, equipos de respuesta rápida y análisis de inteligencia propios. Las fronteras ya no estarán solo en el norte del país, sino en los muros de los condominios y los accesos a los parques industriales. La seguridad se convertirá en un bien de consumo de lujo.
Para el resto de la población, la realidad será otra. La justicia se percibirá como una lotería. La efectividad policial y judicial se concentrará en zonas de alto perfil, dejando a vastos territorios en una situación de abandono funcional. En estos lugares, podrían surgir formas de "justicia" comunitaria o paralegal, donde la ley del más fuerte o la protección de bandas locales reemplace al Estado. El sicario que escapó es el símbolo de una impunidad que podría volverse sistémica.
El punto de inflexión crítico en esta fase será la capacidad del Estado para implementar reformas tecnológicas y de gestión que restauren la coherencia entre sus instituciones. Si la PDI, la Fiscalía, el Poder Judicial y Gendarmería no logran operar sobre una plataforma de datos integrada y en tiempo real, cualquier reforma será cosmética.
El futuro a largo plazo se bifurca en dos caminos principales, definidos por las decisiones que se tomen en la fase anterior.
Escenario A: La Sociedad Fragmentada. Si el Estado no logra recuperar el monopolio de la seguridad y la justicia, Chile podría evolucionar hacia un modelo de soberanía fragmentada. Un país con "zonas verdes" —áreas urbanas y económicas hipervigiladas y seguras para la élite— y "zonas rojas" donde el Estado es solo un actor más, a menudo superado por el crimen organizado. En este futuro, el contrato social se ha roto. La ciudadanía ya no es universal; el acceso a la protección del Estado depende del código postal y la cuenta bancaria.
Escenario B: El Retorno del Estado Autoritario. La alternativa a la fragmentación podría ser una reacción pendular. Un creciente clamor popular por "orden a cualquier costo" podría llevar al poder a un liderazgo populista con un mandato para reprimir con dureza. Este escenario implicaría una recentralización del poder, un debilitamiento de las garantías procesales y un rol protagónico de las Fuerzas Armadas en seguridad interior. Se recuperaría una sensación de seguridad, pero a costa de libertades civiles y con el riesgo permanente de abusos de poder. La justicia se volvería más rápida y dura, pero no necesariamente más justa.
La fuga de un sicario por un error administrativo ha puesto a Chile frente a un espejo. Lo que se refleja es un Estado cuyas herramientas digitales no están a la altura de sus desafíos criminales. La elección no es entre un software u otro. Es entre un futuro de seguridad como derecho universal o un futuro donde la protección es un servicio que se contrata y la justicia, un ideal lejano.