Lo que comenzó hace más de un mes como una advertencia comercial del presidente estadounidense Donald Trump, ha madurado hasta convertirse en una de las crisis diplomáticas y políticas más complejas de la historia reciente de Brasil. La amenaza de imponer un arancel del 50% a los productos brasileños, lejos de ser una simple medida proteccionista, se ha revelado como un misil teledirigido al corazón de la política brasileña, redefiniendo la ya tensa relación entre el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y la oposición liderada por el expresidente Jair Bolsonaro. Hoy, la discusión no es solo sobre el impacto en las exportaciones de café o carne, sino sobre la lealtad nacional, la soberanía judicial y el rol de las alianzas ideológicas transnacionales.
A diferencia de otras guerras comerciales, la justificación de Trump fue explícitamente política. En una carta dirigida al Palacio de Planalto, el mandatario estadounidense calificó el proceso judicial contra Jair Bolsonaro por su presunto rol en el intento de golpe de Estado de enero de 2023 como una “cacería de brujas” y una “vergüenza internacional”. Trump vinculó directamente la sanción económica a la defensa de su aliado, acusando además al gobierno de Lula de “ataques insidiosos” contra la libertad de expresión, en una clara alusión a las decisiones del Supremo Tribunal Federal (STF) brasileño contra la desinformación en redes sociales.
Para analistas como Daniel Zovatto, esta acción representa una “flagrante manipulación” de herramientas comerciales para ejercer presión política. “Estamos ante sanciones políticas disfrazadas de aranceles”, señaló en una columna de opinión. La medida sanciona a un país no por prácticas de dumping, sino por el funcionamiento de su poder judicial, un hecho sin precedentes que ha generado un amplio rechazo en el espectro diplomático brasileño. Celso Amorim, asesor especial de Lula, lo calificó como “cosa de gánsteres”.
La intervención de Trump detonó una implosión en la política brasileña, donde las acusaciones cruzadas han alcanzado niveles de alta toxicidad.
La perspectiva del oficialismo: El gobierno de Lula y sus aliados no tardaron en calificar las acciones del clan Bolsonaro como un acto de traición a la patria. El diputado Lindbergh Farias (PT) acusó directamente a Jair Bolsonaro, a su hijo Eduardo y a otros aliados de haber orquestado la represalia. “¡Son traidores!”, sentenció. El propio Lula acusó a Bolsonaro de enviar a su hijo a Estados Unidos para pedirle a Trump que “salvara a su padre” amenazando a Brasil. Esta narrativa ha permitido a Lula posicionarse como el defensor de la soberanía nacional, unificando a sectores diversos, incluso críticos de su gobierno, contra lo que se percibe como una injerencia externa inaceptable.
La perspectiva del bolsonarismo: Por su parte, el clan Bolsonaro y sus seguidores han adoptado una postura desafiante. En lugar de negar su influencia, la han enmarcado como una cruzada por la libertad. Eduardo Bolsonaro, quien se encuentra en EE.UU. desde marzo, ha declarado que su objetivo es movilizar a los republicanos contra lo que considera una deriva autoritaria en Brasil. En un comunicado, Jair Bolsonaro afirmó que la medida de Trump “nunca habría ocurrido” bajo su gobierno y que es consecuencia del “desvío de Brasil de sus compromisos con el mundo libre”. Para ellos, la presión externa es la única vía para frenar la “persecución política” y forzar una amnistía para los implicados en los actos del 8 de enero.
Paradójicamente, la ofensiva de Trump parece estar generando dividendos políticos para Lula. Encuestas recientes, como la de Atlas Intel, muestran un repunte en la aprobación del mandatario, quien ha sabido capitalizar el sentimiento nacionalista. Como señaló la BBC, la amenaza de Trump podría ser un “salvavidas para Lula” en un momento de baja popularidad. El ataque a sectores económicos clave, como el agroexportador —mayoritariamente alineado con Bolsonaro—, ha generado fisuras en la oposición, donde algunos líderes empresariales ven con preocupación cómo la lealtad ideológica de su líder político amenaza sus intereses económicos.
Mientras tanto, el bolsonarismo se enfrenta a un creciente aislamiento. Aliados de centroderecha han comenzado a distanciarse, temerosos del costo electoral de aparecer como cómplices de un ataque a la economía nacional. La decisión de Eduardo Bolsonaro de renunciar a su escaño para permanecer en EE.UU. y seguir su lobby ha sido vista como una apuesta arriesgada que podría costarle su futuro político.
La crisis está lejos de resolverse. El gobierno de Lula ha creado un comité interministerial para negociar con Washington y ha amenazado con aplicar una Ley de Reciprocidad Económica si los aranceles entran en vigor el 1 de agosto. Simultáneamente, el juicio contra Jair Bolsonaro avanza, con una posible sentencia en septiembre.
Este episodio ha trascendido la relación bilateral para convertirse en un caso de estudio sobre la nueva geopolítica global. Demuestra cómo las lealtades ideológicas populistas pueden desafiar las nociones tradicionales de soberanía y cómo la política exterior se convierte en una extensión de las disputas domésticas. Brasil se encuentra en una encrucijada, atrapado entre la defensa de sus instituciones y las presiones de una superpotencia movida por alianzas personales, dejando un final abierto y un precedente inquietante para la región.