Lo que hasta hace unos meses era una disputa palaciega por el control del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido que gobernó Bolivia durante casi dos décadas, se ha transformado en una crisis de gobernabilidad con consecuencias fatales. La muerte de cuatro policías en Llallagua a mediados de junio, uno de ellos torturado y asesinado con un explosivo adherido a su cuerpo, no es un hecho aislado. Es el síntoma más brutal de la fractura expuesta entre el expresidente Evo Morales y su sucesor y ahora archienemigo, el presidente Luis Arce. A poco más de 60 días de este estallido de violencia, Bolivia se asoma a una elección presidencial con un movimiento político hegemónico hecho trizas, instituciones cooptadas por la pugna y una sociedad polarizada que observa cómo el proyecto que prometió estabilidad se devora a sí mismo.
La narrativa ya no es de izquierda contra derecha, sino de dos facciones del mismo origen que han llevado su conflicto a un punto de no retorno, arrastrando al país a un ciclo de inestabilidad que amenaza con perdurar más allá de las urnas.
Para entender la crisis actual es necesario retroceder. La relación entre Evo Morales, el líder histórico y carismático, y Luis Arce, el tecnócrata que fue su ministro de Economía, se rompió por el control del poder. Morales, desde su bastión en el Chapare, nunca dejó de ser el jefe del MAS, mientras que Arce, desde el palacio de gobierno, buscaba consolidar su propia autoridad. La tensión explotó cuando Morales anunció su intención de postularse a un cuarto mandato, a pesar de que un fallo del Tribunal Constitucional de 2023 lo inhabilita.
El gobierno de Arce respondió utilizando el aparato estatal. El MAS, como partido, fue entregado judicialmente a la facción “arcista”, dejando a Morales sin el instrumento político que él mismo fundó. La fractura se profundizó con la aparición de terceros actores, como el presidente del Senado, Andrónico Rodríguez, alguna vez visto como el delfín de Morales, quien decidió lanzar su propia candidatura, siendo inmediatamente tildado de “traidor” por el exmandatario. El llamado a la “unidad” de Morales se convirtió en una exigencia de lealtad incondicional, fracturando aún más a sus bases.
El conflicto político se trasladó rápidamente a los tribunales, convirtiendo a la justicia en un arma arrojadiza. A principios de mayo, una jueza anuló una orden de captura contra Morales por un caso de trata de personas. La decisión duró poco: días después, otro tribunal la restituyó. La escalada no se detuvo ahí. La jueza que había fallado a favor de Morales, Lilian Moreno, fue detenida y acusada de prevaricación, un mensaje inequívoco del gobierno de Arce sobre los límites de la independencia judicial.
Morales, por su parte, ha denunciado una persecución y un “terrorismo de Estado”, enmarcando las acciones legales como un intento de proscribirlo políticamente. Desde el gobierno, el ministro de Justicia, César Siles, ha impulsado procesos contra el expresidente por delitos que van desde instigación pública a delinquir hasta terrorismo, a raíz de los bloqueos violentos. Esta “guerra jurídica” ha dejado al sistema judicial boliviano en una posición de extrema debilidad, percibido por la ciudadanía no como un árbitro imparcial, sino como un peón en el tablero de la disputa por el poder.
Cuando la política y la justicia fallaron en resolver la disputa, la calle se convirtió en la trinchera. A fines de mayo, los seguidores de Morales iniciaron una serie de bloqueos de carreteras en regiones clave como Cochabamba y Potosí. Las demandas iniciales por la habilitación de su candidatura se radicalizaron, exigiendo la renuncia del presidente Arce y denunciando la crisis económica.
La tensión escaló hasta alcanzar su punto más álgido el 12 de junio en Llallagua. Los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden dejaron un saldo de cuatro policías muertos y decenas de heridos. Las imágenes de violencia extrema, con uso de dinamita y armas de fuego por parte de los bloqueadores, conmocionaron al país. El gobierno acusó directamente a Morales de ser el autor intelectual de la violencia, mientras que el líder cocalero culpó a la “represión” del gobierno.
En respuesta, las autoridades detuvieron a líderes de la protesta, como Enrique Mamani, quien había amenazado públicamente a los vocales del Tribunal Supremo Electoral. La violencia no solo evidenció la profundidad del quiebre, sino que también reveló la disposición de ambos bandos a llevar el conflicto hasta sus últimas consecuencias, sin medir el costo humano.
Con las elecciones programadas para el 17 de agosto, el panorama es desolador para el oficialismo y complejo para el país. Las encuestas, como las analizadas por el diario El País, muestran que el candidato del MAS “arcista”, Eduardo del Castillo, apenas supera el 2% de la intención de voto. La oposición tradicional, representada por figuras como Samuel Doria Medina y Jorge “Tuto” Quiroga, capitaliza la división y lidera los sondeos, aunque de manera fragmentada.
Lo más revelador es el alto porcentaje de votos nulos, blancos e indecisos, que superan el 30%. Este bolsón de descontento es reclamado por Morales como propio, pero los analistas sugieren que también refleja una profunda decepción ciudadana con toda la clase política. El electorado se encuentra atrapado entre un caudillo inhabilitado que se victimiza, un gobierno debilitado que recurre a la judicialización y una oposición que representa un pasado que muchos creían superado.
El conflicto ha llegado a un punto en que el resultado electoral parece secundario. La pregunta que resuena en Bolivia no es quién ganará, sino cómo se podrá gobernar un país tan profundamente herido y dividido. La era del MAS, que durante 20 años simbolizó la emergencia de un nuevo actor político y una promesa de inclusión, termina con la imagen de una guerra fratricida que ha puesto en jaque la estabilidad de toda una nación.