En Estación Central, Santiago, cuatro torres de más de 30 pisos se alzan como gigantes de concreto vacíos. Bautizados como “edificios fantasmas”, son el símbolo de una batalla legal y política entre la municipalidad, que acusa un “urbanicidio”, y las inmobiliarias que invirtieron millones amparadas en permisos ahora cuestionados. A más de 4.000 kilómetros, en la colonia Roma de Ciudad de México, el desplazamiento no es un fantasma, sino una realidad cotidiana. Familias que han vivido allí por generaciones son expulsadas por arriendos que se duplican en meses, impulsados por la llegada de trabajadores remotos extranjeros y la reconversión de edificios completos a alquileres turísticos tipo Airbnb.
Ambas postales, aunque distintas en su manifestación, revelan las dos caras de un mismo fenómeno que recorre América Latina: la transformación de la vivienda de un derecho social a un activo financiero global. Dos meses después de que las disputas en Estación Central alcanzaran un punto crítico y las protestas contra la gentrificación se intensificaran en México, el debate ha madurado. Ya no se trata de casos aislados, sino de un modelo de desarrollo urbano que está redibujando el mapa de nuestras ciudades, decidiendo quién puede quedarse y quién debe marcharse.
El motor de esta transformación es un flujo de capital sin precedentes. En Chile, grandes family offices como los de las familias Luksic, Matte y Angelini, han apostado fuertemente por fondos de inversión inmobiliarios, tanto a nivel local como internacional. Según datos de la Asociación Chilena de Administradoras de Fondos de Inversión (Acafi), el sector inmobiliario es uno de los destinos predilectos de estos capitales, que buscan rentabilidad en un mercado que perciben como seguro y lucrativo. Esta presión inversora se traduce en proyectos de alta densidad que, como en Estación Central, chocan con la planificación urbana y la calidad de vida.
En Ciudad de México, el capital adopta otra forma. La gentrificación, antes concentrada en zonas como Condesa o Roma, se expande a colonias tradicionalmente intermedias como Tacubaya o Tabacalera. Un informe del portal Propiedades.com revela que estas zonas han escalado en la lista de las más caras, impulsadas no solo por desarrollos inmobiliarios, sino por la demanda de nómadas digitales y la proliferación de alquileres de corta estancia. Según la plataforma Inside Airbnb, las alcaldías Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo concentran el 63% de la oferta de la ciudad, con empresas que gestionan cientos de propiedades, sacándolas del mercado de arriendo a largo plazo y elevando los precios para los residentes locales. La vivienda, en esta lógica, deja de ser un hogar para convertirse en una fuente de renta dolarizada.
La tensión entre desarrollo y derecho a la ciudad se manifiesta en un choque de narrativas.
1. La perspectiva política y regulatoria:
En Estación Central, el alcalde Felipe Muñoz (FA) se encuentra en una encrucijada. Llegó al poder con un discurso crítico contra los “guetos verticales”, pero ahora enfrenta la presión de inmobiliarias que exigen la recepción de obras ya terminadas, argumentando que cumplieron con la normativa vigente en su momento. La Seremi de Vivienda y la Contraloría han intervenido, generando un entramado legal complejo donde hay “certeza jurídica” para avanzar, pero el municipio insiste en que los proyectos tienen incumplimientos técnicos. El alcalde lo resume así: “La solución a la crisis habitacional no pasa por generar urbanicidios”.
En México, el gobierno ha intentado responder con medidas como la limitación de noches de arriendo para plataformas o el plan de regularizar más de 800,000 viviendas abandonadas para familias sin casa, como la de Alejandra Gálvez en Huehuetoca, quien invadió un “cascarón” y sueña con ser propietaria. Sin embargo, expertos y activistas, como los citados en un reportaje de WIRED, califican estas políticas de “laxas” e “insuficientes”, argumentando que no atacan el problema de fondo: la especulación inmobiliaria.
2. La visión de los desarrolladores e inversionistas:
Para el sector inmobiliario, el problema radica en la falta de reglas claras y en la “permisología”. En el caso de Estación Central, acusan al municipio de dilatar las recepciones por motivos políticos, afectando una inversión ya realizada y generando incertidumbre. Armando Ide Nualart, del grupo Biba, ha denunciado pérdidas patrimoniales millonarias. Su lógica es la del crecimiento y la respuesta a una demanda habitacional que el Estado no satisface. Para ellos, la construcción es un motor económico y la ciudad, un campo de oportunidades.
3. La voz de los ciudadanos y activistas:
“Se buscó esta zona [Fuentes Brotantes] justamente para combatir esta narrativa de que la gentrificación solamente es una cuestión de la Roma y la Condesa”, explicaba Eduardo Alanís, del Frente Anti Gentrificación CDMX. Su lucha, como la de muchos colectivos, es visibilizar que el desplazamiento es un problema sistémico que afecta a toda la ciudad. Cada año, más de 20,000 hogares son expulsados de la capital mexicana por no poder pagar una vivienda. Para ellos, el debate no es sobre metros cuadrados o rentabilidad, sino sobre la pérdida de comunidad, de redes de apoyo y del derecho a permanecer en el lugar donde construyeron sus vidas.
La situación no está resuelta; ha entrado en una fase de debate público más profundo. En Chile, la discusión sobre la necesidad de actualizar los Planes Reguladores Comunales es urgente, pero avanza a un ritmo más lento que el del mercado. En México, las propuestas de imponer topes a los arriendos o desmercantilizar ciertas zonas ganan terreno en el discurso activista, aunque enfrentan una fuerte resistencia política y económica.
Lo que está en juego es el alma de las ciudades latinoamericanas. El conflicto entre la ciudad como un bien de mercado y la ciudad como un espacio para la vida digna define el presente y futuro urbano. La pregunta que queda abierta, tanto para los ciudadanos como para quienes toman las decisiones, no es si las ciudades deben crecer, sino para quién deben hacerlo.