Hace tres meses, las redes sociales en Chile ardían con una obsesión compartida: un elfo de orejas largas, sonrisa dentada y apariencia tierna llamado Labubu. Colgando de carteras, mochilas y llaveros, se convirtió en un símbolo de estatus y pertenencia digital. Hoy, la ola inicial de histeria ha disminuido, pero el fenómeno dejó una estela profunda y visible. El Labubu ya no es solo un viral pasajero; es un caso de estudio sobre cómo se fabrica el deseo en el siglo XXI y las consecuencias, tanto económicas como emocionales, que persisten cuando la tendencia se enfría.
La historia del Labubu no comenzó en TikTok, sino en 2015, en la libreta del artista de Hong Kong, Kasing Lung, quien se inspiró en la mitología nórdica. Durante años, fue una criatura de nicho. El punto de inflexión llegó en 2019 con la alianza entre Lung y el gigante chino de juguetes Pop Mart. Su estrategia fue simple pero genial: vender los Labubu en “cajas misteriosas”. El comprador no sabe qué diseño obtendrá hasta abrir el paquete, transformando una simple compra en un evento cargado de azar y expectación.
Este formato fue el combustible perfecto para las redes sociales. El ritual del unboxing se convirtió en contenido viral, especialmente en TikTok, donde la revelación generaba millones de visualizaciones. La periodista y especialista en Marketing Digital, Florencia Orellana, lo describió para La Tercera como una forma de “publicidad no invasiva”, que despierta “sentimientos naturales y genuinos”. El empujón final vino de íconos globales como Lisa de BLACKPINK, cuya aparición con un Labubu legitimó al muñeco como un accesorio de moda global. En Chile, influencers como Michelle Carvalho y Francisca Sky replicaron el modelo, activando el resorte del FOMO (miedo a quedarse afuera) en miles de seguidores. “Me comió el FOMO, en un par de semanas yo también quería uno”, admitió Sky.
Lo que empezó como un capricho de entre $30.000 y $50.000 pesos en el comercio oficial, rápidamente generó una robusta economía paralela. En plataformas como Marketplace y grupos de coleccionistas, los modelos más raros o deseados comenzaron a revenderse por el doble o triple de su valor. Este mercado secundario no solo se rige por la oferta y la demanda, sino también por una estricta vigilancia comunitaria.
Los coleccionistas más devotos, como la influencer Shin Yang (@shinipan_), han aprendido a diferenciar los originales de las “copias”, que inundaron el mercado. “Yo no compraría copias porque no traen la cara de Labubu dura”, explicó, refiriéndose a la calidad del plástico que, para los entendidos, es un sello de autenticidad. Esta dinámica, donde la comunidad actúa como fiscalizadora, recuerda a los fenómenos de “detectives de internet” analizados por medios como WIRED, donde los usuarios asumen roles de vigilancia para proteger la integridad de su pasatiempo.
Este comportamiento económico también revela una tensión más profunda. El concepto de “dismorfia del dinero”, explorado por el diario El País, describe cómo la exposición constante en redes a estilos de vida ostentosos puede distorsionar la percepción de nuestra propia situación financiera. El desfile de colecciones de Labubu, donde cada nueva adquisición se exhibe públicamente, ejerce una presión silenciosa para seguir consumiendo, generando ansiedad en quienes no pueden mantener el ritmo.
Mientras la mayoría de las narrativas se centraban en la alegría del coleccionismo, una voz disonante introdujo una complejidad inesperada. La influencer cubana Lisandra Silva publicó una serie de videos en julio donde atribuía una seguidilla de malestares físicos y psicológicos a la presencia de los Labubu en su hogar. Habló de migrañas, pesadillas recurrentes, desgano y “deseos de desaparecer”, que, según ella, comenzaron tras adquirir los muñecos.
“¿Los regalo, los entierro, los quemo, los boto, qué hago?”, preguntó a sus seguidores, antes de decidir finalmente deshacerse de ellos. Aunque muchos usuarios le recomendaron buscar ayuda profesional, su testimonio abrió un debate sobre la carga simbólica y emocional que depositamos en los objetos. Su experiencia, sea interpretada como una anécdota esotérica o una manifestación de estrés somatizado, funcionó como un contrapunto necesario a la narrativa de consumo feliz. Puso sobre la mesa la idea de que los objetos virales no son neutrales: pueden absorber y reflejar nuestras ansiedades, miedos y la presión de un entorno digital que exige una felicidad constante y exhibible.
El ciclo de noticias inmediatas ya pasó al siguiente tema, pero el Labubu sigue presente. La fiebre inicial ha evolucionado hacia un nicho de coleccionismo estable, con sus propias reglas, economía y debates internos. El fenómeno no fue simplemente sobre un muñeco “feo pero tierno”. Fue una radiografía de la cultura de consumo contemporánea en Chile: un deseo importado, amplificado por algoritmos, transformado en un mercado especulativo y, finalmente, cuestionado por su impacto emocional.
El Labubu se queda no solo en las estanterías, sino como un recordatorio de que en la era digital, el valor de un objeto no reside únicamente en su materialidad, sino en la compleja red de historias, comunidades y ansiedades que se tejen a su alrededor.