Lo que comenzó hace más de dos meses como una de las propuestas centrales en la campaña de la candidata oficialista, Jeannette Jara, ha madurado hasta convertirse en mucho más que una cifra. La idea de un "sueldo vital" de $750.000 ha dejado de ser un mero eslogan para instalarse como el catalizador de un debate estructural sobre el modelo de desarrollo de Chile. Hoy, la discusión no gira en torno a si es posible alcanzar ese monto en cuatro años, sino sobre las consecuencias, viabilidad y, fundamentalmente, la visión de país que subyace a una medida de tal magnitud.
La defensa de la propuesta es clara y apela a la justicia social. Desde el comando de Jara y sectores afines, se argumenta que el crecimiento económico de las últimas décadas no ha permeado lo suficiente y que es "escandaloso" que una familia no pueda llegar a fin de mes con un sueldo. El plan, enmarcado en un modelo que busca potenciar la demanda interna, postula que mejores salarios no solo dignifican el trabajo, sino que también dinamizan la economía desde el consumo de los hogares.
Frente al argumento social, se ha levantado un robusto contrapeso técnico desde el mundo académico y económico. La crítica es transversal y apunta a un concepto clave: productividad. Economistas como Juan Bravo (OCEC-UDP), David Bravo (UC) y el expresidente del Banco Central, Vittorio Corbo, han advertido que un alza del 42% nominal sobre el salario mínimo actual está completamente desalineada con el crecimiento casi nulo de la productividad laboral en Chile.
El diagnóstico es compartido: un encarecimiento artificial del costo de la mano de obra, sin un correlato en la eficiencia productiva, podría generar efectos adversos. Las advertencias se centran en:
Un informe del OCEC-UDP añadió una perspectiva internacional, señalando que, de implementarse hoy, el sueldo mínimo chileno (medido en paridad de poder de compra) superaría al de países con un ingreso per cápita muy superior, como Estados Unidos. Francisca Pérez, exjefa programática de la candidatura de Carolina Tohá, calificó la propuesta de "voluntarismo", argumentando que ignora las reacciones y ajustes que los actores económicos inevitablemente realizan.
La propuesta ha servido para delinear con nitidez los proyectos económicos en disputa. Mientras Jara aboga por un Estado con un rol estratégico y un crecimiento anclado en la demanda interna, la oposición, representada por Evelyn Matthei y José Antonio Kast, propone un camino opuesto: reducción de impuestos a las empresas y desregulación para incentivar la inversión privada como principal motor de crecimiento.
En diversos foros, Kast ha calificado la propuesta de Jara como una amenaza al empleo, mientras Matthei ha responsabilizado a la exministra por el alza del desempleo. Este choque no es solo programático, sino filosófico. Por un lado, una visión que prioriza la redistribución como condición para el desarrollo; por otro, una que defiende que el crecimiento debe preceder a la redistribución.
En medio de la polarización, han surgido voces que intentan complejizar el debate. El Ministro de Hacienda, Mario Marcel, introdujo un matiz conceptual clave al diferenciar entre "salario mínimo" y un "ingreso de suficiencia". Con esto, abrió la puerta a que el objetivo de mejorar los ingresos de las familias se puede alcanzar por "varios caminos", incluyendo subsidios directos o transferencias estatales que no alteren directamente el costo de contratación.
En una línea similar, el exministro Nicolás Eyzaguirre calificó la idea de "poner la carreta delante de los bueyes", sugiriendo que un salario de esa magnitud solo es sostenible si la economía recupera su capacidad de crecimiento y se fortalece el sector exportador. Estas posturas, aunque críticas con la herramienta propuesta, validan la legitimidad del objetivo final, generando una disonancia constructiva: ¿es el "sueldo vital" la única o la mejor forma de alcanzar un nivel de vida digno?
Dos meses después de su lanzamiento, la propuesta de un sueldo vital de $750.000 ha demostrado ser mucho más que una promesa. Se ha transformado en un referéndum implícito sobre el pacto social y económico de Chile. El debate ya no es sobre una cifra, sino sobre el rol del Estado, la sostenibilidad fiscal, el futuro del mercado laboral y la distribución de la riqueza.
La discusión sigue abierta y sin una resolución clara. Ha obligado a todos los actores a transparentar sus modelos y a la ciudadanía a reflexionar sobre las tensiones inherentes entre las aspiraciones sociales y las restricciones económicas. El resultado de este debate, que se extenderá hasta las elecciones, será determinante para el rumbo que tome el país en la próxima década.