Han pasado más de 60 días desde que el Presidente Gabriel Boric, en su cuenta pública, anunció el cierre progresivo del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco para convertirlo en una unidad penal común. La onda expansiva de esa decisión, lejos de disiparse, ha cobrado fuerza, instalándose como un termómetro de la fractura política y social de Chile. La clausura del recinto, construido en 1995 exclusivamente para albergar a militares condenados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura cívico-militar, no es solo un acto administrativo; es la demolición de un símbolo que obliga al país a mirarse en un espejo que devuelve dos reflejos antagónicos.
Para el gobierno y sus adherentes, la medida representa un acto de justicia y un paso hacia la igualdad ante la ley. La existencia de Punta Peuco, con sus condiciones carcelarias a menudo descritas como más benévolas que las del resto del sistema, ha sido por décadas una afrenta para las víctimas y sus familias. "Es por respeto a su historia que hoy podemos decir que en Chile no hay espacio para privilegios", afirmó el Presidente. La ministra Antonia Orellana reforzó esta línea, vinculando la defensa del penal a una nostalgia por el autoritarismo: “Cuando le tocan el pinochetismo como que se desequilibra”, dijo en referencia a la candidata presidencial Evelyn Matthei, encapsulando la visión oficialista de que el debate es, en esencia, sobre valores democráticos fundamentales.
Desde la oposición, la reacción fue inmediata y contundente. Evelyn Matthei, principal carta presidencial de Chile Vamos, calificó el anuncio como una provocación y advirtió que “no cuesta nada revertirlo”. Esta postura no solo refleja un desacuerdo político, sino que destapa una narrativa completamente distinta. Para este sector, la decisión es un acto de venganza ideológica que reabre heridas en lugar de sanarlas, una maniobra para movilizar a sus bases en un momento de baja aprobación presidencial.
Esta visión se complementa con argumentos de orden práctico y legal. En una carta enviada a la prensa, la abogada Carla Fernández Montero, especialista en derecho penitenciario, argumentó que la naturaleza “especial” de Punta Peuco no obedece a un privilegio, sino a un análisis criminológico y de seguridad. Sostiene que los internos, por su perfil etario, sanitario y su nula necesidad de "prevención especial", requieren un manejo diferenciado que, de hecho, hace del penal uno de los más seguros y menos problemáticos del sistema. Este enfoque técnico advierte que una decisión basada en criterios “meramente político-ideológicos” podría terminar siendo judicializada por afectar los derechos de los reclusos.
La controversia escaló rápidamente al terreno electoral. El candidato del Partido Republicano, José Antonio Kast, fue más allá, declarando que, de ser electo, no descarta aplicar indultos a reos de Punta Peuco por razones humanitarias, como edad avanzada o salud mental deteriorada. Con esto, el futuro del penal y sus ocupantes se ha transformado en una promesa de campaña, una línea divisoria que obliga a los candidatos a posicionarse frente a las heridas más profundas del país.
El debate sobre Punta Peuco no ocurre en el vacío. Coincide con una serie de eventos que demuestran la vigencia del legado de la dictadura en la sociedad chilena. La reciente querella de Jacqueline Pinochet contra su hermano Marco Antonio por la administración de la herencia familiar, o la polémica por la venta de artículos con la imagen de Augusto Pinochet en la Escuela Militar, son síntomas de un pasado que sigue siendo un campo de batalla material y simbólico.
Estos conflictos patrimoniales y simbólicos resuenan con la discusión más profunda sobre el trauma y la reparación. Como expresó James Hamilton en una reciente entrevista sobre su propia experiencia de abuso, “el abuso es una bala que sigue dando vueltas en tu cuerpo, destruyéndote”. A nivel social, la falta de una justicia percibida como equitativa funciona de manera similar: es una herida que no cicatriza y que se manifiesta en la desconfianza y la polarización. La decisión sobre Punta Peuco toca directamente esa fibra, la de una sociedad que aún debate cómo procesar su trauma colectivo.
El cierre de Punta Peuco no es un punto final. Es la apertura de un nuevo capítulo en el largo y complejo proceso de Chile con su memoria. La decisión del gobierno ha forzado una conversación incómoda pero necesaria sobre qué significa la justicia en una democracia que aún carga con las sombras de un régimen autoritario. Mientras la Corte Suprema, en fallos como el que favoreció a Mauricio Hernández Norambuena por su régimen de visitas, demuestra que el poder judicial es un actor clave y autónomo en la definición de las condiciones carcelarias, la arena política se prepara para una contienda donde el penal de Tiltil será mucho más que un conjunto de muros.
La situación actual es de un debate en pleno desarrollo. La implementación del cierre será gradual y, sin duda, enfrentará obstáculos políticos y legales. Lo que es seguro es que la decisión ha servido para cristalizar el empate persistente entre dos Chiles: uno que exige saldar las deudas del pasado para avanzar, y otro que prefiere gestionarlo con pragmatismo, aunque ello signifique mantener intactos algunos de sus símbolos más dolorosos.