Tras doce años de tramitación, el Congreso despachó la reforma integral al sistema de adopción. La noticia, celebrada en junio por el gobierno y organizaciones civiles, marcó el fin de una legislación que databa de 1999, considerada obsoleta y discriminatoria. “Teníamos una deuda tremenda con los niños, niñas y adolescentes”, afirmó la ministra de Desarrollo Social, Javiera Toro, destacando que la nueva ley se alinea con la Ley de Garantías de la Niñez y los estándares internacionales.
El cambio más significativo y debatido fue la eliminación de la preferencia legal para matrimonios heterosexuales, abriendo formalmente la puerta a convivientes civiles, parejas del mismo sexo y personas solteras sin ser relegadas al final de la lista. La votación final en la Cámara de Diputados (98 a favor, 19 en contra y 11 abstenciones) reflejó la tensión ideológica que acompañó todo el proceso. Mientras la diputada Emilia Schneider (FA) celebraba que “las familias chilenas en su diversidad puedan entregar amor”, el diputado Cristóbal Urruticoechea (IND) cuestionaba la medida, argumentando que la adopción “es un derecho del niño y no de parejas homosexuales”.
La nueva ley no solo redefine quiénes pueden adoptar, sino que busca agilizar un sistema conocido por su lentitud. Se establece un procedimiento judicial único, con un plazo máximo de intervención de 12 meses con la familia de origen antes de declarar la adoptabilidad. Además, consagra el derecho del adoptado a conocer sus orígenes, un cambio paradigmático frente a la cultura del secreto que históricamente rodeó la adopción en Chile.
La urgencia de la reforma se comprende mejor a través de las historias de quienes vivieron las barreras del sistema antiguo. Meses antes de la aprobación final, el matrimonio maulino Oportus Muñoz, padres biológicos y adoptivos, entregó una carta al Presidente Gabriel Boric. En ella, denunciaban la “tardanza innecesaria” que mantenía a los niños institucionalizados durante años, perdiendo la posibilidad de tener una familia.
El caso de Cristian y Rodrigo, pareja que adoptó a tres hermanos, ilustra las barreras discriminatorias. Para poder postular, tuvieron que anular su Acuerdo de Unión Civil, ya que la ley de 1999 no reconocía este estado civil. Uno de ellos postuló como soltero y el otro figuró como su “red de apoyo”. “La ley es la mala”, les dijeron en el antiguo Sename. Su historia, como la de otros hombres solteros cuyas postulaciones han aumentado a 29 en 2024, evidencia un cambio cultural que la legislación no había recogido.
Para María José Cumplido, de Fundación Iguales, el debate se debe guiar por “evidencia y derechos, no por nostalgias normativas”. Sostiene que el interés superior del niño no impone un modelo familiar, sino que exige “afecto, cuidado, estabilidad y protección”, condiciones que pueden darse en cualquier tipo de hogar.
Con la ley ya aprobada, el foco se traslada de la discusión legislativa a la capacidad del Estado para cumplir su promesa. Expertos y organizaciones de la sociedad civil advierten que el nuevo marco legal, aunque robusto en derechos, confía su éxito en capacidades institucionales hoy inexistentes.
Marcelo Sánchez, de la Fundación San Carlos de Maipo, es categórico: “Lo que hoy es una victoria normativa, puede convertirse en una frustración institucional”. La ley exige una intervención intensiva con las familias de origen, pero el Servicio Mejor Niñez carece de cobertura nacional efectiva y equipos estables, especialmente en zonas rurales. Los Tribunales de Familia, ya sobrecargados, deberán asumir más audiencias y cumplir con nuevas exigencias, como mediadores culturales o intérpretes, para los que menos de la mitad tiene soporte.
Otro punto crítico es el fomento del Acogimiento Familiar como alternativa a las residencias. Actualmente, el 90% de las familias de acogida son extensas (con vínculos previos) y las familias externas voluntarias son mínimas, con un apoyo económico insuficiente. La ley exige una separación funcional en los organismos colaboradores que hoy, en su mayoría, son fundaciones con recursos limitados y convenios anuales precarios.
La aprobación de la ley es un paso fundamental, pero la discusión ha dejado en la sombra una realidad aún más compleja. En una carta, el médico Héctor Valdés interpela a la sociedad: “No se dice nada respecto a los miles de niños sin condición de adopción, menores que han consumido drogas o con prontuario delictivo; ¿qué pasa con los niños con trastornos o enfermedades mentales?”.
Este es el gran desafío que permanece. La nueva ley puede duplicar las adopciones anuales, según estimaciones de la Subsecretaría de la Niñez, pero no resuelve el destino de quienes, por su edad, estado de salud o historia de vida, quedan fuera del perfil que buscan los postulantes. Son los “niños rechazados”, como los llama Valdés, cuya protección integral sigue siendo la principal deuda del Estado.
El debate sobre la adopción, por tanto, no ha terminado. Ha evolucionado. La pregunta ya no es solo quién tiene derecho a formar una familia, sino cómo Chile, como sociedad, construirá un sistema que realmente no deje a ningún niño atrás, garantizando no solo un techo, sino la dignidad, el cuidado y el futuro que la ley ahora promete.