Hace ya más de un mes que el Chelsea levantó la copa del Mundial de Clubes 2025 en un repleto MetLife Stadium de Nueva Jersey. La victoria por 3-0 sobre el Paris Saint-Germain, el gran favorito, cerró un torneo que, visto con distancia, fue mucho más que una simple competencia deportiva. Fue el tablero donde se jugó una partida compleja de poder, dinero e influencia global, dejando en evidencia que el fútbol es, hoy más que nunca, una arena geopolítica.
El torneo, en su ambicioso nuevo formato de 32 equipos, fue concebido por la FIFA como una vitrina para un fútbol globalizado y competitivo. Sin embargo, sus consecuencias y narrativas subyacentes revelaron las tensiones de un mundo en plena reconfiguración. Desde la notoria presencia del presidente Donald Trump hasta el ascenso de clubes financiados por estados y la caída de gigantes tradicionales, el campeonato fue un microcosmos de las fuerzas que moldean el siglo XXI.
La imagen de Donald Trump en el palco, flanqueado por Gianni Infantino, presidente de la FIFA, y posteriormente en el centro del escenario durante la premiación, no fue un mero acto protocolar. Fue una declaración de intenciones. En la antesala del Mundial de Selecciones 2026, que Estados Unidos coorganizará, la administración Trump utilizó el torneo para proyectar una imagen de poder y centralidad. Su insistencia en permanecer en la foto de los campeones, un espacio tradicionalmente reservado para los deportistas, fue un gesto simbólico que irritó a jugadores como Cole Palmer del Chelsea, pero que cumplió un objetivo político claro: asociar su figura al éxito de un evento global masivo.
Su posterior revelación de que el trofeo original del torneo reside ahora en el Despacho Oval, tras un supuesto regalo de Infantino, es la culminación de esta estrategia. El balón, literalmente, ahora se juega también en Washington. La elección de Pelé como el mejor de la historia, por sobre figuras contemporáneas como Messi, también puede leerse como un guiño a una era donde el poder global estaba distribuido de otra forma, un gesto nostálgico en medio de un torneo que precisamente vino a desafiar ese viejo orden.
El Mundial de Clubes fue también un campo de batalla económico. La final entre Chelsea y PSG, dos clubes con una valoración combinada de más de 2.500 millones de euros, representó la cúspide del poderío financiero europeo. Sin embargo, el verdadero relato económico del torneo se escribió en las sorpresas. La histórica victoria del Al Hilal saudí sobre el Manchester City, un club-estado, fue la evidencia más clara de cómo el capital soberano de Medio Oriente está comprando no solo jugadores, sino también competitividad al más alto nivel.
Esta irrupción no está exenta de críticas. Javier Tebas, presidente de LaLiga española, fue una de las voces más duras, calificando el torneo como una amenaza para el ecosistema del fútbol europeo. “Mi objetivo es acabar con este torneo”, sentenció, reflejando el temor de las ligas tradicionales a perder su hegemonía ante un calendario saturado y una competencia financiada con recursos que escapan a las lógicas del mercado tradicional. La discusión ya no es sobre fair play financiero, sino sobre la naturaleza misma del capital que sostiene al deporte.
Lo que ocurrió en el césped fue el reflejo directo de estas tensiones geopolíticas y económicas. Los batacazos no fueron anécdotas, sino la nueva normalidad. El Al Hilal, con un plantel de estrellas reclutadas a golpe de petrodólares, no solo eliminó al Manchester City, sino que demostró ser un contendiente serio, llegando a cuartos de final. Lo mismo ocurrió con el Botafogo brasileño, que derrotó en fase de grupos al todopoderoso PSG, demostrando que la jerarquía sudamericana, aunque debilitada, aún tiene algo que decir.
En la otra cara de la moneda, el torneo fue un fracaso rotundo para las potencias tradicionales de Argentina. Tanto Boca Juniors como River Plate fueron eliminados en la fase de grupos, una humillación que evidencia la creciente brecha económica y deportiva con los nuevos centros de poder del fútbol mundial. Ni la mística ni la historia fueron suficientes para competir en este nuevo escenario. Incluso el Real Madrid, bajo el nuevo mando de Xabi Alonso, mostró una imagen dubitativa, siendo arrollado por el PSG en semifinales.
El Mundial de Clubes 2025 ha quedado cerrado, pero el debate que abrió está lejos de terminar. Desde la agresión de un frustrado Luis Enrique en la final hasta las denuncias de racismo y las polémicas arbitrales, el torneo estuvo cargado de una tensión que excedía lo deportivo. Fue un evento que, más que coronar a un campeón, nos mostró un mapa de cómo se está jugando el poder en el mundo. El Chelsea se llevó la copa, pero la verdadera victoria fue para aquellos que entendieron que, hoy en día, el fútbol es mucho más que un juego: es una herramienta de influencia, un negocio global y, sobre todo, un reflejo de las complejas y a menudo conflictivas dinámicas de nuestro tiempo.