Lo que comenzó en la madrugada del 30 de marzo como la angustiante desaparición de la lancha artesanal Bruma y sus siete tripulantes frente a las costas de Coronel, es hoy, más de dos meses después, un caso que ha trascendido la tragedia marítima para convertirse en un intrincado laberinto judicial y corporativo. La búsqueda oficial de los cuerpos concluyó el 15 de abril, dejando a las familias con un duelo en suspenso y el mar como única tumba. Sin embargo, el fin de las operaciones de rescate marcó el inicio de una batalla por la verdad, donde la sombra del pesquero industrial Cobra, propiedad de la empresa Blumar, se proyecta con cada vez más fuerza sobre los restos fragmentados de la pequeña embarcación.
La narrativa del caso ha sido un viaje de versiones contrapuestas y revelaciones graduales. Inicialmente, Blumar, a través de su gerente Gerardo Balbontín, sostuvo que los 18 tripulantes del Cobra no habían detectado “absolutamente nada”. Esta postura se modificó sutilmente días después, admitiendo que la tripulación “sintió un ruido”, pero pensó que era interno. Para las familias de los pescadores del Maule, representadas por el abogado Rafael Poblete, esta inconsistencia fue la primera señal de un posible “pacto de silencio”.
La desconfianza se agudizó con la muerte de Juan Sanhueza, el vigía del Cobra, quien fue encontrado sin vida justo antes de su citación a declarar ante la Fiscalía y la PDI. Este hecho, catalogado como un aparente suicidio, alimentó la sospecha de que la tripulación había sido instruida antes de testificar.
El punto de inflexión llegó el 22 de abril. Presionada por la evidencia y un informe satelital que ella misma encargó, Blumar admitió públicamente que era “probable” que su buque hubiese colisionado con el Bruma. Este cambio radical en el discurso corporativo dio paso a una nueva fase en la investigación: el peritaje directo del Cobra.
El 2 de mayo, la imponente nave fue trasladada a un dique seco de Asmar en Talcahuano para ser inspeccionada. El proceso no estuvo exento de tensiones. Los familiares denunciaron trabas burocráticas y la presencia de 16 operarios de Blumar durante el traslado, lo que a su juicio comprometía la “cadena de custodia” de la evidencia. A pesar de ello, los primeros peritajes de la PDI confirmaron la existencia de pintura del Bruma en el casco del Cobra, una prueba física del impacto.
La historia del Bruma se narra desde tres vértices irreconciliables:
El naufragio del Bruma no es un hecho aislado. Refleja la histórica tensión entre la pesca artesanal y la industrial en Chile, una asimetría de poder que se manifiesta en el acceso a recursos, la influencia política y la seguridad en el mar. La propia Ley 21.446 (Ley Supersol), que exige los sistemas de grabación, nació como respuesta a un accidente similar anterior, evidenciando un patrón de riesgo que el legislador intentó mitigar. La tragedia del Bruma pone a prueba la efectividad de estas regulaciones cuando la evidencia clave, precisamente la que la ley busca garantizar, desaparece.
El caso está lejos de cerrarse. Ha entrado en una fase crítica donde la tecnología forense internacional tiene la palabra. La pregunta ya no es si el Cobra impactó al Bruma —la evidencia física y la admisión de la empresa lo sugieren—, sino qué ocurrió exactamente en el puente de mando del buque industrial esa madrugada y, sobre todo, por qué las grabaciones que podrían haberlo aclarado todo ya no están. Mientras las familias esperan respuestas desde Estados Unidos, el naufragio del Bruma sigue agitando las aguas de la justicia, la ética corporativa y la desigualdad en el mar chileno.