Hace solo unos meses, los millonarios contratos entre las grandes tecnológicas y los aparatos de defensa eran noticias aisladas, destellos de una tendencia incipiente. Hoy, a más de 90 días de los primeros anuncios que sacudieron a la industria, el patrón es innegable y el fenómeno ha madurado: Silicon Valley se ha convertido en el nuevo arsenal del siglo XXI. La utopía de un mundo conectado y democratizado por la tecnología ha dado paso a una realidad donde la misma innovación que impulsa nuestras redes sociales y asistentes virtuales ahora redefine el campo de batalla. La línea que separaba el garaje de California del Pentágono no solo se ha desdibujado, sino que se ha borrado por completo, forjando una alianza estratégica que está reconfigurando la guerra, la ética corporativa y las dinámicas del poder mundial.
El cambio más profundo no es tecnológico, sino cultural. Empresas que construyeron su imagen sobre la base de la innovación abierta y un cierto idealismo han modificado sus principios para abrazar el negocio de la defensa. En enero, OpenAI, la creadora de ChatGPT, eliminó discretamente de sus políticas la prohibición explícita de usar su tecnología para fines "militares y de guerra". Poco después, en febrero, Google siguió un camino similar, eliminando de su código de conducta la restricción a desarrollar armas.
Estos cambios de estatutos no son simbólicos; son la base para una nueva y lucrativa relación comercial. En los últimos meses, OpenAI, Google, Anthropic y xAI (de Elon Musk) han obtenido contratos de hasta 200 millones de dólares cada uno con el Departamento de Defensa de Estados Unidos. Microsoft, por su parte, reconoció en mayo haber vendido tecnología de IA avanzada y servicios en la nube al ejército israelí desde el inicio del conflicto en Gaza, en el marco del controvertido Proyecto Nimbus, un contrato de 1.200 millones de dólares que comparte con Google.
La fusión va más allá de los contratos. En un movimiento sin precedentes, ejecutivos de alto perfil de Meta, OpenAI y Palantir fueron nombrados tenientes coroneles en la reserva del Ejército de EE.UU., integrando un nuevo "Cuerpo Ejecutivo de Innovación". La puerta giratoria ahora conecta directamente los directorios de las tecnológicas con los cuarteles generales, consolidando una alianza donde el código y el uniforme son dos caras de la misma moneda.
Esta nueva carrera armamentista no se libra solo con misiles, sino con recursos que antes se consideraban exclusivamente civiles. La competencia más feroz se da en tres frentes:
Esta militarización de la tecnología no ha ocurrido sin resistencia. Dentro de las propias compañías, han surgido focos de disidencia. Empleados de Google y Microsoft han organizado protestas y paros por los contratos con el ejército israelí, lo que ha resultado en decenas de despidos. Estas voces críticas argumentan que las empresas están traicionando sus principios fundacionales y convirtiéndose en cómplices de conflictos armados.
La respuesta de los líderes tecnológicos ha sido unificar su discurso en torno a la "seguridad nacional" y la competencia con China. Argumentan que es su deber patriótico colaborar con el gobierno para defender los "valores democráticos occidentales". Críticos como el AI Now Institute advierten que esta narrativa es una cortina de humo para concentrar más poder, atraer fondos públicos y eludir regulaciones, posicionándose como industrias "demasiado importantes para fracasar".
La perspectiva más dura proviene de organismos internacionales. Un informe de la relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, describe una "economía del genocidio" en Gaza, donde gigantes como Microsoft, Google, IBM y Amazon estarían directamente implicados a través de tecnologías de vigilancia y soporte de datos a las operaciones militares israelíes.
El panorama actual marca un punto de inflexión. El Estado ya no posee el monopolio de la tecnología de defensa más avanzada; ahora es un cliente dependiente de un puñado de corporaciones privadas. Esta simbiosis redefine el poder: las decisiones tomadas en los directorios de Menlo Park y Redmond tienen consecuencias directas en los campos de batalla de Ucrania y Oriente Medio.
El debate ya no es si esta fusión debe ocurrir, sino cómo se gobernará y qué contrapesos se pueden establecer. Mientras tanto, la tecnología que usamos a diario —los algoritmos que nos recomiendan contenido, los mapas que nos guían y las nubes que almacenan nuestros datos— se ha integrado silenciosamente en una maquinaria global de poder y conflicto. La guerra del siglo XXI no solo se transmite en vivo; se programa, se entrena y se ejecuta con el mismo código que da forma a nuestra vida cotidiana.
2025-07-09