Hace ya más de 90 días que finalizó un invierno que dejó una sensación de desconcierto en gran parte de Chile. Más que una estación, fue una seguidilla de eventos climáticos tan extremos como contradictorios. Con la distancia del tiempo, hoy es posible analizar la secuencia completa y responder a la pregunta que muchos se hicieron: ¿qué pasó realmente con el clima?
1. ¿Cómo empezó todo? Con una profecía fallida.
A principios de junio, los principales modelos climáticos, como el del Centro Europeo de Pronóstico (ECMWF), anticipaban un invierno más seco y cálido de lo normal entre Coquimbo y Los Lagos. La amenaza del retorno de la "megasequía" ocupaba los titulares. Sin embargo, la realidad tardó apenas unos días en desmentir el pronóstico. Casi de inmediato, la Dirección Meteorológica de Chile (DMC) comenzó a emitir alertas por la llegada de un "temporal" y, posteriormente, una "familia de sistemas frontales" que descargaron lluvias intensas y vientos fuertes sobre la zona central y sur del país. La conversación pasó de la escasez de agua a la gestión de emergencias por precipitaciones en un abrir y cerrar de ojos.
2. ¿Fue un invierno particularmente lluvioso y frío? Sí, pero de forma anómala.
Lo que siguió a las primeras lluvias no fue un invierno tradicional. A mediados de junio, una potente ola de aire polar se instaló sobre el territorio, provocando heladas generalizadas y nevadas en cotas inusualmente bajas en la cordillera central. El evento más sorprendente, sin embargo, ocurrió el 26 de junio: una nevada histórica cubrió zonas del Norte Grande, en las regiones de Tarapacá y Antofagasta. Ver el desierto más árido del mundo teñido de blanco no solo fue una postal para el recuerdo, sino una señal inequívoca de que los patrones climáticos conocidos se estaban rompiendo. Mientras tanto, en Santiago se discutía la posibilidad de ver nieve en comunas precordilleranas como Puente Alto o Las Condes.
3. ¿Y el calor extremo? La contradicción en su máxima expresión.
Cuando el país aún procesaba el frío polar y la nieve en el desierto, el péndulo climático osciló violentamente hacia el extremo opuesto. A fines de junio y principios de julio, una intensa ola de calor invernal, bautizada popularmente como el "veranito de San Juan", se apoderó del centro y norte de Chile. Los termómetros en Santiago superaron los 25 °C, mientras que en valles de Atacama y Coquimbo se registraron máximas de hasta 34 °C. Este fenómeno, provocado por una "dorsal cálida en altura", no solo generó un brusco cambio de ropero, sino que activó alertas por el derretimiento acelerado de la nieve acumulada en la cordillera, aumentando el riesgo de crecidas en los ríos.
4. ¿Qué nos dice esta secuencia de eventos? Que la estabilidad es cosa del pasado.
Como señaló en su momento Paula Santibáñez, directora del Observatorio Climático de la Universidad San Sebastián, esta sucesión de eventos extremos "está erosionando las referencias históricas sobre lo que entendemos por estaciones". El invierno de 2025 no fue ni seco, ni lluvioso, ni frío, ni cálido. Fue todo eso a la vez, en un lapso de pocas semanas.
La crónica de esos meses revela un patrón de "latigazo climático": períodos de sequía interrumpidos por lluvias torrenciales; olas polares seguidas de olas de calor anómalas. Fenómenos como los "ríos atmosféricos" y los "ciclones extratropicales" se volvieron recurrentes en el léxico informativo, evidenciando la intensificación de los sistemas meteorológicos.
5. ¿El tema está cerrado? No, ha evolucionado.
El invierno de 2025 no terminó con un retorno a la normalidad, porque esa "normalidad" ya no parece existir. La estación finalizó con la misma incertidumbre con la que comenzó: pronósticos de un julio seco que fueron nuevamente desafiados por la llegada de más sistemas frontales a fines de mes.
Lo que queda es la constatación de una nueva vulnerabilidad. Chile, un país definido por su diversidad climática, enfrenta ahora el desafío de adaptarse a una era donde las estaciones son cada vez más impredecibles y los extremos, la nueva norma. La planificación hídrica, la infraestructura urbana y la agricultura ya no pueden basarse en promedios históricos, sino en la capacidad de resistir y responder a una volatilidad que, como demostró el invierno de 2025, llegó para quedarse.